¿Por qué mi nuera no quiere acercarse a mí? Un fin de semana que lo cambió todo

—Lucía, ¿me ayudas a pelar las patatas? —pregunté, levantando la voz desde la cocina improvisada en la terraza del chalet. El aroma de los pinos y el rumor del lago apenas lograban calmar el temblor en mi voz. Era sábado, y habíamos venido los tres a pasar el fin de semana en la casa familiar de Asturias. Mi hijo, Álvaro, se reía con ella en la mesa, ajenos a mi petición.

—Ahora voy, Carmen —respondió Lucía, sin moverse. Su tono era amable, pero sus ojos seguían fijos en Álvaro, como si yo no existiera.

Sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que me ocurría algo así desde que se casaron. Siempre había soñado con tener una nuera con la que compartir confidencias, recetas y risas. Pero Lucía parecía vivir en otro mundo, uno donde yo era solo una presencia lejana.

Mientras pelaba las patatas sola, escuchaba sus voces mezcladas con el canto de los pájaros. Álvaro le contaba historias de cuando era niño, anécdotas que yo conocía de memoria. Me pregunté si alguna vez Lucía me preguntaría por mi versión de esos recuerdos. ¿O es que las madres solo servimos para cocinar y poner la mesa?

Cuando por fin entraron en la cocina, Lucía llevaba el móvil en la mano.

—¿Te ayudo con algo? —preguntó, pero ya había terminado casi todo.

—No te preocupes —respondí, esforzándome por sonreír—. Ya está listo.

Durante la comida, intenté sacar temas neutros: el tiempo, el trabajo de Lucía en la gestoría, las vacaciones. Pero cada respuesta era breve, cortés, como si temiera decir algo incorrecto. Álvaro intervenía para suavizar el ambiente:

—Mamá, ¿te acuerdas cuando me caí al lago y tuviste que sacarme tú misma?

—Claro que me acuerdo —dije, mirando a Lucía—. Fue un susto tremendo.

Ella sonrió educadamente y volvió a mirar su plato. Sentí que una barrera invisible nos separaba.

Por la tarde, mientras ellos paseaban por el embarcadero, me quedé recogiendo sola. Me sentí vieja y fuera de lugar. Recordé a mi propia suegra, Rosario, y cómo yo también había sentido esa distancia al principio. Pero Rosario era dura y crítica; yo había jurado no repetir sus errores.

Esa noche, después de cenar, escuché a Lucía llorar en el baño. Dudé si acercarme. Finalmente toqué la puerta:

—¿Estás bien?

—Sí, gracias —respondió rápidamente.

Me fui a la cama con un nudo en el estómago. ¿Qué estaba haciendo mal? ¿Era demasiado exigente? ¿O simplemente Lucía no quería tener una relación conmigo?

A la mañana siguiente, preparé café y churros para todos. Cuando Lucía entró en la cocina, intenté romper el hielo:

—Lucía, ¿te gustaría aprender a hacer fabada asturiana? Es una receta familiar.

Ella dudó un segundo antes de responder:

—No soy muy buena cocinando… Pero gracias.

Me rendí. Salí al porche y me senté a mirar el lago. Álvaro se acercó al rato.

—Mamá, ¿estás bien?

—No lo sé —le confesé—. Siento que no encajo con vosotros.

Él suspiró y se sentó a mi lado.

—Lucía es tímida. Le cuesta abrirse con la gente nueva… Y tú eres importante para mí.

—Pero yo no quiero ser solo «la madre de Álvaro» —dije casi sin voz—. Quiero ser parte de vuestra vida.

Álvaro me abrazó y prometió que hablaría con ella. Pero esa noche, mientras veía cómo Lucía y él compartían confidencias en voz baja en el sofá, entendí que había un muro entre nosotras que no sabía cómo derribar.

El domingo por la tarde, antes de marcharnos, Lucía se acercó tímidamente:

—Carmen… Gracias por invitarnos. Siento si he estado distante. Me cuesta adaptarme a las familias grandes… En la mía éramos solo mi madre y yo.

Por primera vez vi vulnerabilidad en sus ojos. Quise abrazarla, pero no supe cómo hacerlo sin parecer forzada.

De vuelta a casa, conduje en silencio mientras Álvaro dormía en el asiento de al lado. Pensé en todas las veces que había juzgado a Rosario por no entenderme y ahora me veía reflejada en ella.

¿Es tan difícil tender puentes entre generaciones? ¿O somos nosotros quienes levantamos muros por miedo a no ser aceptados?

Quizá algún día Lucía y yo logremos entendernos de verdad… Pero hoy solo siento un vacío difícil de llenar.