Entre el Silencio y la Esperanza: Una Noche de Oración en Madrid

—¿Por qué no contesta? —me repetía una y otra vez, apretando el móvil con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Eran las dos de la madrugada y Marcos, mi hijo, no había vuelto a casa. No era la primera vez que se retrasaba, pero nunca había pasado tanto tiempo sin dar señales. El silencio del piso en Chamberí era tan denso que podía oír el tic-tac del reloj de la cocina mezclándose con los latidos acelerados de mi corazón.

Intenté llamarle otra vez. Nada. Ni un mensaje, ni un “mamá, estoy bien”. Solo ese maldito tono de llamada que se cortaba tras varios segundos. Me levanté del sofá y empecé a pasear por el pasillo, sintiendo cómo la ansiedad me subía por el pecho. Recordé la última conversación que tuvimos antes de que saliera: “No te preocupes, mamá, solo voy a cenar con unos amigos”. Pero yo conocía a esos amigos, o al menos creía conocerlos. Desde que su padre se fue de casa hace dos años, Marcos había cambiado. Se volvió más callado, más distante. Y yo… yo me volví más controladora, lo sé.

Me asomé a la ventana buscando algún indicio en la calle, pero solo vi las luces anaranjadas reflejadas en los charcos de la última lluvia. Madrid nunca duerme, pero esa noche sentí que toda la ciudad se había confabulado para dejarme sola con mis miedos.

—¿Y si le ha pasado algo? —susurré al vacío.

En ese momento, mi madre, Carmen, me llamó desde su habitación:
—Lucía, ¿qué pasa? ¿No puedes dormir?

No quería preocuparla más de lo necesario. A sus setenta y cinco años, su salud era frágil y yo siempre intentaba protegerla de mis tormentas internas.

—Nada, mamá. Solo estoy un poco inquieta —mentí.

Pero ella me miró con esos ojos grises que todo lo ven y supo que algo iba mal.

—¿Es por Marcos?

Asentí, incapaz de pronunciar palabra. Ella se acercó despacio y me abrazó. Sentí su temblor en los brazos y me sentí culpable por arrastrarla a mi angustia.

—Vamos a rezar —dijo con voz firme.

No era especialmente religiosa, pero en ese momento acepté su propuesta como un náufrago acepta una tabla en medio del mar. Nos sentamos juntas en el sofá y ella empezó a rezar el Padrenuestro. Yo cerré los ojos e intenté calmar mi respiración, repitiendo las palabras casi en automático al principio. Pero poco a poco sentí cómo el peso en mi pecho se aligeraba.

De repente, recordé cuando Marcos era pequeño y rezábamos juntos antes de dormir. “Diosito, cuida de papá y mamá”, decía con su vocecita infantil. ¿En qué momento todo se volvió tan complicado?

El teléfono vibró de pronto. Salté del sofá como si me hubieran dado una descarga eléctrica. No era Marcos. Era mi hermana, Teresa.

—¿Sabes algo de Marcos? —preguntó sin saludar siquiera.

—Nada —respondí con voz quebrada—. No sé qué hacer.

—¿Has llamado a sus amigos? ¿A la policía?

—Todavía no… No quiero exagerar —mentí otra vez, aunque por dentro sentía que cada minuto era una eternidad.

Teresa suspiró al otro lado del teléfono:
—Lucía, tienes que aprender a soltar un poco. No puedes controlarlo todo…

Sentí una punzada de rabia. Siempre igual. Ella, desde su piso en Salamanca, sin hijos ni responsabilidades, dándome lecciones sobre cómo ser madre.

—No es tan fácil —le espeté—. Si le pasa algo…

—No le va a pasar nada —me interrumpió—. Pero tienes que confiar más en él… y en ti misma.

Colgué sin despedirme. Me sentía incomprendida y sola. Volví a mirar a mi madre, que seguía rezando en silencio.

Las horas pasaban lentas. Cada sonido en la escalera me hacía saltar el corazón. En algún momento, agotada, me arrodillé junto a la cama y recé como no lo hacía desde niña:

“Dios mío, si puedes oírme… Devuélveme a mi hijo sano y salvo. Prometo escucharle más y juzgarle menos”.

No sé cuánto tiempo estuve así. Perdí la noción del tiempo hasta que oí la llave girar en la puerta.

Corrí al recibidor y allí estaba Marcos: despeinado, ojeroso, pero entero. Nos miramos durante unos segundos eternos antes de que yo rompiera a llorar.

—Lo siento, mamá —dijo bajando la cabeza—. Se me acabó la batería y luego… no sabía cómo decírtelo.

—¿Decirme qué? —pregunté entre sollozos.

Marcos tragó saliva.

—He estado con papá. Me llamó porque necesitaba hablar conmigo… No quería preocuparte.

Sentí una mezcla de alivio y rabia recorrerme el cuerpo.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque siempre te pones así… —respondió él, casi suplicando comprensión—. Necesito verle también, aunque os hayáis separado.

Me quedé callada. De repente entendí que mi miedo no era solo por su ausencia física esa noche; era el miedo a perderle también emocionalmente, como perdí a su padre.

Mi madre se acercó y nos abrazó a los dos.

—La familia es esto —dijo con voz suave—: aprender a perdonarnos y a confiar los unos en los otros.

Esa noche no dormí mucho más, pero sentí una paz nueva dentro de mí. Recé otra vez antes de amanecer, esta vez para dar gracias y pedir fuerzas para dejar ir el control y abrir espacio al diálogo y al perdón.

Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo nos robe la oportunidad de escuchar realmente a quienes amamos? ¿Cuántas veces buscamos fuera lo que solo podemos sanar dentro?