Entre la fe y el miedo: La noche en que recé por la vida de Lucía
—¡No me digas que no puedes hacer nada más! —grité, casi sin reconocer mi propia voz, mientras el doctor Fernández bajaba la mirada, incómodo, en aquel pasillo helado del Hospital Clínico San Carlos de Madrid. El reloj marcaba las dos y media de la madrugada y el silencio era tan denso que podía oír mi propio corazón retumbando en los oídos. Lucía, mi esposa, llevaba casi una hora en quirófano tras un aneurisma cerebral que nos había sorprendido a todos durante la cena familiar.
Mi hija Marta, de diecisiete años, temblaba a mi lado. Su hermano pequeño, Álvaro, dormía en una silla, ajeno aún a la gravedad de la situación. Mi suegra, Carmen, rezaba en voz baja con un rosario entre los dedos. Yo, ateo convencido hasta esa noche, sentía cómo la desesperación me empujaba hacia un abismo desconocido.
—Papá… ¿y si mamá no sale? —susurró Marta, con los ojos llenos de lágrimas.
No supe qué responderle. Me limité a abrazarla fuerte, como si pudiera protegerla de todo el dolor del mundo. En ese instante, recordé las palabras de Lucía cuando discutíamos sobre religión: “La fe no es sólo rezar cuando todo va bien. Es confiar cuando todo parece perdido”.
Nunca le di importancia a esas palabras. Siempre pensé que la vida era cuestión de lógica y esfuerzo, no de milagros ni plegarias. Pero esa noche, mientras veía a mi familia desmoronarse, sentí una necesidad irracional de pedir ayuda a algo —o alguien— más grande que yo.
Me levanté y caminé hacia la pequeña capilla del hospital. Dentro, una mujer mayor lloraba en silencio frente a una vela encendida. Me senté en un banco, sin saber qué hacer. Cerré los ojos y, por primera vez en mi vida, recé. No pedí milagros imposibles; sólo pedí fuerza para soportar lo que viniera y que Lucía no sufriera.
Las horas pasaron lentas y crueles. Cada vez que se abría la puerta del quirófano, mi corazón se detenía. Carmen seguía rezando; Marta se aferraba a su móvil buscando información sobre aneurismas; yo alternaba entre la capilla y la sala de espera, sintiéndome más solo que nunca.
En medio de esa angustia, comenzaron los reproches familiares. Mi cuñado Sergio llegó al hospital y me enfrentó:
—¿Por qué no te diste cuenta antes? Lucía llevaba días con dolor de cabeza y tú ni caso…
—¡No es momento para esto! —intervino Carmen—. Ahora sólo importa que Lucía salga adelante.
Pero Sergio insistió:
—Siempre tan racional, tan ocupado con tu trabajo… ¿Y ahora qué? ¿Vas a dejarlo todo en manos de Dios?
Me quedé callado. No tenía respuestas. Sentí rabia, culpa y miedo mezclados en una tormenta imposible de controlar. Me refugié otra vez en la capilla. Allí encontré a Marta sentada sola.
—Papá… ¿tú crees que mamá nos oye si rezamos? —me preguntó con voz temblorosa.
—No lo sé, hija… Pero podemos intentarlo juntos.
Nos tomamos de las manos y recitamos un Padre Nuestro. Yo apenas recordaba las palabras; Marta lloraba mientras las pronunciaba. En ese momento sentí una paz extraña, como si compartir ese dolor lo hiciera más llevadero.
A las cinco de la mañana salió el doctor Fernández. Su cara era un poema de cansancio.
—La operación ha sido complicada —dijo—. Lucía está estable pero las próximas horas serán críticas.
El alivio fue tan grande que me desplomé en una silla y rompí a llorar por primera vez desde que todo empezó. Carmen me abrazó y Sergio se quedó en silencio, avergonzado por sus palabras anteriores.
Las siguientes horas fueron una mezcla de esperanza y miedo. Cada pitido de las máquinas en la UCI me hacía saltar del asiento. Los médicos nos permitieron verla unos minutos: Lucía estaba pálida, llena de tubos y cables, pero viva.
Durante los días siguientes, la familia se volcó en turnos para acompañarla. Las discusiones dieron paso a silencios compartidos y gestos de cariño inesperados. Sergio me pidió perdón por sus reproches; yo le confesé mi miedo y mi culpa por no haber estado más atento a Lucía.
La fe se convirtió en nuestro refugio común: aunque yo seguía sin creer del todo, rezar juntos nos unió como nunca antes. Marta organizó cadenas de oración con sus amigas del instituto; Carmen llevó estampitas de santos a la habitación; incluso Álvaro preguntó si podía escribirle una carta a Dios para pedirle que su madre volviera a casa.
Lucía despertó una semana después. Su primera palabra fue “gracias”. No sé si se refería a nosotros, a los médicos o a algo más allá. Pero su sonrisa fue suficiente para devolvernos la esperanza.
Hoy, meses después, sigo sin tener respuestas claras sobre la fe o los milagros. Pero aprendí que hay momentos en los que sólo queda confiar y apoyarse en los demás. La oración no cambió el resultado médico, pero sí nos dio fuerza para resistir juntos lo imposible.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias como la mía han encontrado consuelo en la fe cuando todo parecía perdido? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que sólo te quedaba rezar?