Bajo la Lluvia de Madrid: El Encuentro de Samuel y Lucía
—¡Venga, Samuel, espabila! —me grité a mí mismo mientras el agua helada me calaba hasta los huesos. Era una de esas noches en Madrid en las que la lluvia parece que te atraviesa el alma. Llevaba dos días sin probar bocado, y el estómago me rugía como un león enfurecido. Me refugié bajo el toldo de un restaurante en la Gran Vía, uno de esos sitios donde la gente entra oliendo a perfume caro y sale con la barriga llena y la conciencia tranquila.
A través del cristal empañado, vi a una mujer sentada sola. Era imposible no reconocerla: Lucía, la periodista que salía en la tele todos los domingos, siempre con una sonrisa perfecta. Pero esa noche, ni rastro de sonrisa. Estaba en silla de ruedas, mirando su plato como si fuera un enemigo. Sus ojos brillaban, pero no de alegría; parecía que estaba a punto de romperse.
Me acerqué más al cristal, pegando la frente para ver mejor. Un camarero pasó a su lado y le preguntó algo, pero ella negó con la cabeza. No tocaba la comida. «¿Qué le pasará?», pensé. Yo habría dado cualquier cosa por ese filete que se enfriaba delante de ella.
De repente, Lucía levantó la vista y me vio. Me quedé helado. Pensé que iba a llamar al encargado para que me echaran a patadas, como siempre. Pero no. Me miró fijamente, como si me estuviera viendo de verdad, no solo como a otro chaval perdido por la ciudad.
—¿Tienes hambre? —me preguntó desde dentro, haciendo un gesto para que entrara.
Me quedé parado. ¿De verdad me estaba invitando? Dudé unos segundos, pero el hambre pudo más que el miedo. Entré despacio, sintiendo las miradas de todos los clientes clavándose en mi ropa mojada y mis zapatillas rotas.
Lucía sonrió apenas cuando me senté frente a ella.
—¿Cómo te llamas?
—Samuel —respondí bajito.
—Yo soy Lucía. Bueno, supongo que ya lo sabes —dijo con un suspiro.
Asentí. El camarero vino corriendo, con cara de pocos amigos.
—¿Todo bien, señora?
—Sí, tráele algo caliente al chico —ordenó ella con voz firme.
Me trajeron un plato de cocido madrileño que olía a gloria bendita. Mientras comía como si no hubiera mañana, Lucía me observaba en silencio. Noté que tenía los ojos húmedos.
—¿Sabes? —dijo de repente—. Hace dos meses yo también sentía frío todo el tiempo. Un accidente… y aquí estoy. Todo el mundo piensa que lo tengo todo, pero a veces siento que no tengo nada.
No supe qué decirle. ¿Qué podía saber yo de perderlo todo? Si nunca había tenido nada…
—¿Y tu familia? —preguntó ella.
Me encogí de hombros.—Mi madre se fue cuando era pequeño y mi padre… bueno, mejor ni hablar.
Lucía asintió despacio.—A veces la vida es una mierda, ¿verdad?
No pude evitar reírme.—Eso dicen en el barrio.
Nos quedamos callados un rato. Afuera seguía lloviendo a cántaros. Dentro del restaurante se respiraba ese olor a comida casera y colonia cara que siempre me hacía sentir fuera de lugar.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Lucía— Que la gente cree que si tienes dinero o fama ya está todo hecho. Pero nadie ve lo que llevamos dentro.
La miré a los ojos.—A mí nadie me ve nunca.
Ella sonrió triste.—Ahora sí.
No sé cuánto tiempo estuvimos hablando. Me contó historias de su infancia en un pueblo de Castilla, de cómo soñaba con ser reportera y recorrer el mundo. Yo le conté cómo era dormir en los bancos del Retiro y buscar monedas entre los asientos del metro.
Cuando terminé el plato, Lucía sacó una manta del bolso y me la dio.
—No puedo arreglarte la vida en una noche, Samuel, pero sí puedo ayudarte hoy.
Me levanté para irme y ella me agarró la mano.
—Prométeme que mañana vendrás otra vez. No quiero cenar sola.
Asentí sin dudarlo. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien veía más allá de mi ropa sucia y mi cara cansada.
Salí del restaurante con la manta sobre los hombros y el estómago lleno. La lluvia seguía cayendo, pero ya no me importaba tanto. Caminé por las calles mojadas pensando en Lucía y en todo lo que había compartido conmigo en tan poco tiempo.
¿Será verdad que todos llevamos una tormenta por dentro? ¿O solo hace falta alguien que se atreva a mirar más allá para vernos realmente?