El día que todo cambió: Un relato desde el corazón de Madrid
—¿Señora Martín?— La voz al otro lado del teléfono temblaba, y yo sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. —Su marido ha tenido un accidente. Está en el Gregorio Marañón. Debería venir lo antes posible.
No recuerdo cómo llegué al hospital. La lluvia golpeaba los cristales del taxi como si quisiera atravesarlos. Mi cabeza era un torbellino: imágenes de Luis, de nuestros hijos, de la última vez que discutimos por una tontería. ¿Y si esa era la última vez que le veía? ¿Y si no llegaba a tiempo?
Al entrar en Urgencias, el olor a desinfectante me revolvió el estómago. Mi cuñada, Carmen, ya estaba allí, con los ojos rojos y la mirada perdida. —No sabemos nada —susurró—. Los médicos no dicen nada.
Las horas se arrastraron como plomo. Cada vez que una enfermera salía al pasillo, mi corazón se detenía. Finalmente, un médico se acercó. —Luis está estable, pero ha sufrido un traumatismo craneal severo. Va a necesitar tiempo y mucha rehabilitación.
Me desplomé en una silla. Lloré en silencio, sin saber si era de alivio o de miedo. Carmen me abrazó, pero sentí su cuerpo rígido, distante. Algo no iba bien.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Entre visitas al hospital y cuidar de mis hijos, apenas dormía. Una tarde, mientras buscaba la cartera de Luis para llevarle algo de dinero, encontré una carpeta escondida en el fondo del armario. Dentro había extractos bancarios, correos impresos y una carta manuscrita dirigida a alguien llamada «Isabel».
El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Abrí la carta con manos temblorosas:
«Querida Isabel,
Sé que no he sido valiente. No he sabido cómo decírtelo a Ana. Pero no puedo seguir viviendo así…»
El resto era borroso; las lágrimas me impedían leer. ¿Quién era Isabel? ¿Qué no podía decirme Luis?
Esa noche apenas pude mirarle a la cara cuando fui al hospital. Él apenas podía hablar, pero sus ojos me seguían con una mezcla de culpa y súplica. Carmen evitaba mi mirada y se marchó temprano.
No podía quedarme quieta. Al día siguiente, busqué en su móvil. Había mensajes recientes con «Isabel»:
—¿Vas a decirle la verdad a Ana?
—No puedo ahora, Isabel. No después del accidente.
Sentí rabia, dolor y una humillación que me quemaba por dentro. ¿Cuánto tiempo llevaba esto? ¿Quién más lo sabía?
En casa, mi hijo mayor, Sergio, notó mi estado:
—Mamá, ¿estás bien?
—Estoy cansada, cariño —mentí.
Pero él insistió:
—¿Es por papá? ¿O por otra cosa?
No supe qué responderle. Me sentía sola, traicionada y perdida.
Unos días después, Carmen vino a casa para hablar conmigo.
—Ana, hay cosas que deberías saber —dijo sin mirarme a los ojos—. Luis… llevaba tiempo raro. Yo sospechaba algo, pero no quería meterme.
—¿Tú sabías lo de Isabel? —pregunté con voz rota.
Carmen asintió en silencio.
La rabia me desbordó:
—¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Por qué he tenido que enterarme así?
Ella se encogió de hombros:
—Pensamos que era mejor para ti… para los niños.
Me sentí invisible en mi propia vida. Todo el mundo parecía saber más que yo sobre mi propio matrimonio.
Las semanas pasaron entre visitas al hospital y silencios incómodos en casa. Luis mejoraba poco a poco, pero yo ya no era la misma. Una tarde, cuando por fin pudo hablar con claridad, le enfrenté:
—¿Quién es Isabel?
Luis bajó la mirada.
—Es… alguien con quien cometí un error. No quería hacerte daño.
—¿Un error? ¿Cuánto tiempo llevas mintiéndome?
Él lloró por primera vez desde el accidente.
—No sé cómo pedirte perdón.
No respondí. No sabía si quería perdonarle o si era capaz de seguir adelante.
Mi familia empezó a opinar sin que yo lo pidiera: mi madre insistía en que pensara en los niños; mi hermana decía que debía dejarle; mis amigas me animaban a ser fuerte y pensar en mí misma por primera vez en años.
Pero nadie podía decidir por mí.
Una noche, mientras veía dormir a mis hijos, sentí una tristeza infinita y una rabia sorda contra Luis, contra Carmen, contra todos los que habían callado… y contra mí misma por no haberlo visto venir.
Ahora han pasado tres meses desde aquel día lluvioso en que todo cambió. Luis sigue recuperándose; yo sigo intentando recomponerme. A veces pienso en perdonarle; otras veces sueño con empezar de cero lejos de todo esto.
¿Se puede reconstruir la confianza después de una traición así? ¿O es mejor aceptar que hay heridas que nunca sanan?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?