A dos calles de mamá: ¿cerca o lejos?

—¿Por qué no vienes ya?— La voz de mi madre, temblorosa al otro lado del teléfono, me atravesó el pecho como un cuchillo. Eran las dos de la madrugada y yo apenas podía distinguir si era una pesadilla o la realidad. —Mamá, ¿qué pasa?— pregunté, intentando no sonar tan asustada como me sentía. —No puedo dormir, hija. Me duele el pecho y estoy sola—.

Colgué y salí corriendo, descalza, por las calles mojadas de mi barrio en Salamanca. Vivía a solo dos calles de la casa donde crecí, pero esa distancia, tan corta en el mapa, se me antojaba infinita cada vez que mi madre me necesitaba.

Me llamo Lucía y tengo 34 años. Hace tres años, después de mucho ahorrar y soñar, logré mudarme a mi propio piso. Era pequeño, pero era mío. Sin embargo, la alegría de la independencia se vio pronto eclipsada por la sombra de la responsabilidad familiar. Mi padre falleció hace cinco años y desde entonces mi madre, Carmen, se volvió más dependiente de mí. Mis amigos siempre decían: “¡Qué suerte tienes de tener a tu madre cerca!” Pero nadie veía las noches en vela, los domingos interrumpidos y las discusiones que surgían cada vez que intentaba poner límites.

Recuerdo una tarde de domingo en la que estaba tomando café con mi amiga Marta en la Plaza Mayor. El sol caía sobre las piedras doradas y por un momento sentí que todo era perfecto. Hasta que sonó el móvil. —Lucía, ¿puedes venir a ayudarme con la lavadora? No sé qué le pasa—. Marta rodó los ojos y yo sentí una punzada de culpa. —Siempre es lo mismo— murmuró ella cuando colgué —¿No tienes derecho a tu vida?—

Pero ¿cómo decirle que no a mi madre? Ella lo había dado todo por mí: jornadas dobles limpiando casas para pagarme la universidad, noches sin dormir cuando tenía fiebre, abrazos interminables cuando rompí con mi primer novio. ¿No era justo que ahora yo estuviera para ella?

El problema es que esa cercanía física se convirtió en una cuerda invisible que me ataba. Cada vez que intentaba salir con alguien o planear un viaje, surgía una emergencia: una cita médica, una bombilla fundida, un miedo irracional a estar sola por la noche. Mi hermano Álvaro vive en Barcelona y siempre tiene una excusa para no venir: el trabajo, los niños, el tráfico. —Tú estás ahí, Lucía, eres la mayor— me dice por teléfono con voz cansada —Mamá te necesita más a ti—.

Una noche discutimos fuerte. —¡No soy tu criada!— grité, con lágrimas en los ojos. Mamá me miró como si le hubiera dado una bofetada. —Solo te pido un poco de compañía— susurró —¿Es mucho pedir?—

Me sentí la peor hija del mundo.

Empecé a ir a terapia porque sentía que me ahogaba. La psicóloga me preguntó: —¿Por qué crees que tienes que sacrificar tu vida por tu madre?— No supe qué responderle. En España, cuidar de los padres es casi una obligación sagrada, pero ¿dónde queda nuestra vida?

Un día conocí a Diego en una exposición de arte. Era divertido y espontáneo, y por primera vez en años sentí mariposas en el estómago. Pero cuando le conté mi situación familiar, frunció el ceño: —¿Y si nos vamos a vivir juntos a Madrid?— Me quedé helada. ¿Dejar sola a mamá? Imposible.

Las semanas pasaron y Diego empezó a alejarse. —No quiero ser el segundo plato— me dijo antes de irse definitivamente.

La soledad me golpeó con fuerza esa noche. Miré por la ventana y vi la luz encendida en casa de mamá. Pensé en todas las veces que había renunciado a algo por estar cerca de ella. ¿Era amor o culpa lo que me mantenía atada?

Un día, mientras ayudaba a mamá a ordenar unas cajas viejas, encontramos una carta de mi abuela Rosario dirigida a ella: “Hija, vive tu vida sin miedo ni culpa. Yo estaré bien.” Mamá leyó la carta en silencio y luego me miró con lágrimas en los ojos: —Quizá te estoy pidiendo demasiado— susurró.

Nos abrazamos largo rato. Por primera vez hablamos sinceramente sobre nuestros miedos: su miedo a quedarse sola y el mío a perderme a mí misma.

Ahora intento encontrar un equilibrio: sigo viviendo cerca, pero he aprendido a poner límites y a pedir ayuda a Álvaro (aunque proteste). Mamá ha empezado a ir al centro de mayores y ha hecho nuevas amigas. Yo he vuelto a salir con amigos y hasta estoy pensando en aceptar una oferta de trabajo en Sevilla.

A veces me pregunto si hice bien quedándome tan cerca o si debería haber volado más lejos desde el principio.

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es mejor vivir cerca de los padres o buscar nuestra propia vida aunque duela?