A los sesenta años, busqué a mi primer amor y encontré mi reflejo en otra mujer

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer al abrir la puerta, con una voz tan familiar que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

No supe qué responder. Me quedé paralizada en el umbral, con el corazón golpeando en el pecho como si tuviera diecisiete años otra vez. La mujer frente a mí tenía mis mismos ojos, la misma forma de la boca, incluso el mismo lunar junto a la ceja izquierda. Era como mirarme en un espejo, pero uno distorsionado por el tiempo y la incertidumbre.

—Perdón… ¿Está Luis en casa? —logré balbucear, aferrando el bolso con ambas manos.

Ella me miró de arriba abajo, desconfiada. —¿Y usted quién es para buscarle?

Me llamo Carmen. Carmen López. No sé por qué dije mi nombre completo, como si así pudiera justificar mi presencia allí, en ese pequeño pueblo de Castilla-La Mancha al que no había vuelto desde que era una adolescente enamorada.

La mujer frunció el ceño. —¿Carmen? ¿La del instituto? —Su voz tembló apenas, y sentí que algo invisible se rompía entre nosotras.

Asentí. Ella se apartó para dejarme pasar. El pasillo olía a café recién hecho y a muebles viejos. En las paredes colgaban fotos de familia: niños pequeños, bodas, comuniones. Y en una de ellas, reconocí a Luis, más mayor, con el cabello canoso y la sonrisa intacta. A su lado, la mujer que me había abierto la puerta.

—Soy Elena —dijo ella, como si eso lo explicara todo. Y quizá lo hacía.

Luis apareció al fondo del pasillo. Al verme, se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron como platos y por un instante creí ver en ellos el mismo brillo de hace cuarenta años.

—Carmen…

El silencio se hizo pesado. Elena nos observaba a los dos, cruzada de brazos. Luis se acercó despacio, como temiendo que fuera un fantasma.

—No puedo creerlo… —susurró.

Me senté en el sofá del salón, temblando. Luis se sentó frente a mí; Elena permaneció de pie, como guardiana de un secreto que aún no entendía.

—¿Por qué has venido? —preguntó él finalmente.

No supe qué decirle. Había pasado toda mi vida convencida de que aquel primer amor era solo un recuerdo bonito, algo que guardaba en una caja junto a mis cartas del instituto y las fotos en blanco y negro. Pero al cumplir sesenta años, cuando mis hijos ya se habían ido de casa y mi marido apenas me dirigía la palabra, sentí un vacío imposible de llenar. Un día encontré una vieja carta suya entre mis cosas y supe que tenía que verle una vez más.

—Necesitaba saber si todo aquello fue real —dije al fin—. Si no me lo inventé.

Luis bajó la mirada. Elena suspiró y salió de la habitación sin decir nada.

—Fue real —dijo él—. Pero la vida… ya sabes cómo es.

La vida. Qué palabra tan grande para resumir todo lo que nos había pasado: mi matrimonio con Antonio, sus ausencias y sus silencios; los hijos que crié casi sola; las noches en vela preguntándome si alguna vez volvería a sentirme viva. Y él, Luis, casado con una mujer que era como mi reflejo.

—¿Por qué ella? —pregunté sin poder evitarlo.

Luis sonrió con tristeza. —No lo planeé así. Cuando te fuiste a Madrid a estudiar y dejaste de escribirme… pensé que te habías olvidado de mí. Elena llegó poco después. Era dulce, buena… y me recordaba tanto a ti que a veces creía estar contigo otra vez.

Sentí una punzada de celos y culpa al mismo tiempo. ¿Había sido yo responsable de aquella extraña duplicidad? ¿Había condenado a dos personas a vivir una vida basada en una sombra?

Elena volvió con una bandeja de café y galletas. Se sentó junto a Luis y me miró fijamente.

—Siempre supe que había alguien antes que yo —dijo—. Pero nunca imaginé que serías tan parecida a mí.

Nos quedamos los tres en silencio, escuchando el tictac del reloj de pared. Afuera llovía suavemente sobre los campos manchegos; dentro, llovían recuerdos y preguntas sin respuesta.

—¿Tienes hijos? —preguntó Elena de pronto.

Asentí. Dos: Marta y Sergio. Ya mayores, con sus propias vidas lejos de mí.

—Nosotros también —dijo ella—. Pero últimamente siento que Luis está lejos… como si buscara algo que yo no puedo darle.

Luis le tomó la mano con torpeza. Yo aparté la mirada, avergonzada por haber removido viejas heridas.

—No era mi intención causar problemas —susurré—. Solo necesitaba cerrar un círculo.

Elena me miró con compasión y algo de rabia contenida.

—A veces los círculos no se cierran nunca —dijo—. Solo aprendemos a vivir con ellos abiertos.

Me marché poco después bajo la lluvia fina, sintiendo el peso de los años y las decisiones mal tomadas. Caminé hasta la estación pensando en todo lo que había dejado atrás: sueños rotos, cartas sin enviar, palabras no dichas.

En el tren de vuelta a Madrid miré mi reflejo en la ventanilla y vi a Elena, vi a Carmen joven y vi a Carmen mayor: todas conviviendo en ese rostro cansado pero aún capaz de amar.

¿De verdad podemos dejar atrás nuestro primer amor? ¿O vivimos siempre persiguiendo fantasmas del pasado? ¿Vosotros también habéis sentido ese vacío alguna vez?