Cuando el amor de madre duele: Entre mi hijo y su esposa

—¡Sergio, no puedes seguir así! —le grité aquella noche, con la voz temblorosa y el corazón en un puño. Él estaba sentado en la mesa de la cocina, la cabeza entre las manos, los ojos rojos de cansancio. Yo, apoyada en el marco de la puerta, sentía cómo la rabia y la impotencia me recorrían el cuerpo.

No era la primera vez que le veía así. Desde que se casó con Beatriz, mi hijo se había convertido en una sombra de sí mismo. Antes era alegre, bromista, siempre dispuesto a ayudarme con cualquier cosa en casa. Ahora, apenas le reconocía. Llegaba del trabajo y, en vez de descansar, se ponía a limpiar, a cocinar, a planchar la ropa de Beatriz y de los niños. Ella, mientras tanto, se pasaba las tardes en el sofá, móvil en mano, quejándose de lo dura que era su vida.

—Mamá, por favor… no empieces otra vez —me suplicó Sergio, sin mirarme.

Pero yo ya no podía callar más. Había aguantado meses observando cómo mi hijo se desvivía por una mujer que no parecía quererle ni respetarle. Había intentado convencerme de que era su vida y que yo no debía meterme, pero cada vez que veía sus ojeras y su sonrisa forzada, sentía que me desgarraba por dentro.

—¿No ves que te está consumiendo? ¿Que no es normal que tú lo hagas todo? —insistí.

Sergio levantó la cabeza y me miró con esos ojos tristes que tanto me dolían.

—Es mi mujer, mamá. Es mi familia. No quiero problemas —susurró.

Me mordí los labios para no decirle lo que pensaba realmente de Beatriz. No quería ser esa suegra entrometida de la que todo el mundo habla mal en los cafés del barrio. Pero tampoco podía soportar ver cómo mi hijo se marchitaba día tras día.

La situación llegó a un punto insostenible una tarde de domingo. Habíamos ido todos a comer a casa de mi hermana Pilar, como cada mes. Mientras los niños jugaban en el salón y los hombres veían el fútbol, Beatriz se sentó conmigo en la cocina mientras yo preparaba el café.

—Marta, ¿puedes traerme un poco de agua? Estoy agotada —me dijo, sin moverse del taburete.

La miré sorprendida. Llevaba toda la tarde sentada, sin ayudar en nada. Yo había cocinado para diez personas y ella ni siquiera había puesto la mesa. Pero lo peor fue cuando escuché cómo le hablaba a Sergio delante de todos:

—¿Vas a tardar mucho en fregar los platos? Luego tienes que plancharme la blusa para mañana —le ordenó, como si fuera su criado.

Mi hermana Pilar me miró de reojo y apretó los labios. Nadie decía nada, pero todos veían lo mismo que yo. Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Cómo podía permitir Sergio aquello?

Esa noche, después de dejar a todos en casa, llamé a Sergio por teléfono.

—Hijo, tienes que abrir los ojos. No puedes dejar que te trate así —le dije con voz suave pero firme.

Él guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Mamá… si te metes más, Beatriz me va a hacer elegir. Y no quiero perderte… pero tampoco quiero perder a mis hijos.

Me quedé helada. Por primera vez entendí el miedo de mi hijo: temía que Beatriz le apartara de sus hijos si él se rebelaba o si yo intervenía demasiado. Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en qué momento todo se había torcido tanto.

Los días siguientes fueron un infierno. Beatriz empezó a evitarme, a poner excusas para no venir a casa. Sergio estaba cada vez más distante. Un día vino solo a verme y rompió a llorar en mis brazos.

—No puedo más, mamá… Me siento solo. Pero si me separo, Beatriz me va a destrozar la vida —sollozó.

Le abracé fuerte, sintiendo su dolor como si fuera mío. Le prometí que siempre estaría a su lado, pasara lo que pasara. Pero por dentro me sentía impotente y furiosa.

Intenté hablar con Beatriz un par de veces, pero siempre me respondía con frialdad:

—Marta, usted no sabe lo difícil que es ser madre hoy en día. Sergio tiene suerte de tenerme —me soltó una tarde, mirándome por encima del hombro.

No pude evitar responderle:

—La suerte sería mutua si os respetarais más.

Desde entonces nuestra relación fue aún peor. Las reuniones familiares se volvieron tensas; los niños notaban el ambiente y preguntaban por qué ya no íbamos todos juntos al parque como antes.

Una tarde de otoño, después de una discusión especialmente dura entre Sergio y Beatriz (la escuché desde el descansillo), mi hijo apareció en casa con una maleta y los ojos hinchados.

—Me voy unos días, mamá… Necesito pensar —me dijo simplemente.

Durante esa semana le vi renacer poco a poco: dormía mejor, sonreía más e incluso salió a tomar algo con sus amigos del instituto. Pero al cabo de unos días volvió con Beatriz por miedo a perder a sus hijos.

Ahora vivo con el corazón dividido: quiero proteger a mi hijo pero temo perderle si me entrometo demasiado. Cada vez que le veo triste o cansado siento una punzada de culpa y rabia hacia mí misma por no haber sabido ayudarle mejor.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a su hijo adulto? ¿Es mejor callar o luchar aunque eso signifique perderle? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?