Cuando el corazón y la razón se rompen: La decisión de una madre

—Mamá, por favor, no me digas que no puedes ayudarme esta vez —me suplicó Sergio, con los ojos enrojecidos y la voz temblorosa. El reloj de la cocina marcaba las once y media de la noche, y yo aún no había recogido los platos de la cena. Mi marido, Antonio, dormitaba en el sillón del salón, ajeno a la tormenta que se desataba en mi pecho.

Sentí cómo el aire se volvía denso. Sergio, mi hijo mayor, el que siempre fue tan risueño y cariñoso de pequeño, ahora era un hombre de treinta y dos años, con las manos agrietadas por trabajos temporales y los sueños rotos por la crisis. Había venido muchas veces a casa a buscar consuelo, comida o algo de dinero para llegar a fin de mes. Pero esta vez era diferente. Esta vez yo ya no podía.

—Sergio, hijo… —mi voz se quebró—. No puedo. De verdad que no puedo.

Él apretó los puños sobre la mesa. —¿Por qué? Siempre me has ayudado. ¿Ahora qué ha cambiado?

Me miró como si yo fuera una extraña. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Cómo explicarle que ya no tengo fuerzas? Que Antonio y yo apenas llegamos a fin de mes con nuestras pensiones. Que la factura de la luz sube cada mes y que el médico nos ha dicho que Antonio necesita un tratamiento caro para el corazón.

—Sergio, tu padre está enfermo. Yo… yo también estoy cansada. No sé cuánto tiempo más podremos seguir así —le dije, intentando mantenerme firme.

Él se levantó bruscamente, tirando la silla hacia atrás. —¡Siempre igual! ¡Siempre pensando en vosotros! ¿Y yo qué? ¿No soy vuestro hijo? ¿No merezco ayuda?

Sentí una punzada de culpa tan profunda que tuve que agarrarme al borde de la mesa para no caerme. Recordé cuando Sergio era pequeño y venía corriendo a mis brazos después de caerse en el parque. Siempre le curaba las heridas con besos y tiritas. Ahora sus heridas eran otras, más profundas, y yo ya no sabía cómo curarlas.

—Sergio, no es que no quiera ayudarte… Es que no puedo —repetí, casi en un susurro.

Él me miró con rabia y tristeza a la vez. —Pues nada, mamá. Ya veo lo que valgo para vosotros —dijo antes de salir dando un portazo.

El silencio que quedó después fue ensordecedor. Antonio se despertó sobresaltado. —¿Qué pasa? ¿Ha venido Sergio otra vez?

Asentí con la cabeza, incapaz de hablar. Antonio suspiró y se frotó los ojos.

—No podemos seguir así, Carmen —me dijo con voz cansada—. Le queremos mucho, pero tenemos que pensar en nosotros también.

Me senté a su lado y le cogí la mano. Sentí cómo temblaba ligeramente. Pensé en todas las noches sin dormir preocupándome por Sergio, en las veces que le había dado el poco dinero que tenía guardado para emergencias, en los sacrificios silenciosos que solo una madre conoce.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar por la ventana, esperando ver a Sergio volver arrepentido o al menos mandarme un mensaje. Pero nada. Solo el silencio de la calle y el eco de mis propios pensamientos.

Al día siguiente, mi hija Lucía vino a casa a tomar café. Notó enseguida mi cara demacrada.

—¿Qué te pasa, mamá?

Le conté lo sucedido entre lágrimas. Lucía me abrazó fuerte.

—Mamá, has hecho lo correcto. Sergio tiene que aprender a valerse por sí mismo. No puedes cargar siempre tú con todo —me dijo con firmeza.

Pero yo no podía dejar de sentirme mala madre. ¿En qué momento se rompió todo? ¿Cuándo dejó Sergio de ser aquel niño alegre para convertirse en este hombre amargado y perdido? ¿Fue culpa mía por protegerle demasiado? ¿Por no enseñarle a luchar solo?

Los días pasaron lentos y pesados. Cada vez que sonaba el teléfono, mi corazón daba un brinco esperando que fuera Sergio. Pero él no llamaba. Antonio intentaba animarme con bromas o proponiendo paseos por el parque, pero yo solo pensaba en mi hijo.

Una tarde, mientras hacía la compra en el supermercado del barrio, me encontré con Pilar, una vecina de toda la vida.

—¿Cómo está tu Sergio? Hace tiempo que no le veo —me preguntó con curiosidad.

Sentí ganas de llorar otra vez, pero me contuve.

—Está… regular —respondí—. Las cosas están difíciles para todos.

Pilar asintió comprensiva.—Los hijos… nunca dejan de darnos preocupaciones, ¿verdad? El mío también anda fatal desde que le echaron del trabajo.

Me sentí menos sola al escucharla. No era solo mi familia; era toda una generación atrapada entre padres mayores y jóvenes sin futuro claro.

Esa noche recibí un mensaje de Sergio: “Perdona por lo de antes, mamá. Estoy hecho un lío. Te quiero”.

Lloré al leerlo. Le respondí: “Te quiero mucho, hijo. Aquí estoy cuando quieras hablar”.

No sé si hice bien o mal. Solo sé que ser madre es amar incluso cuando duele, incluso cuando tienes que decir ‘no’ por primera vez en la vida.

A veces me pregunto: ¿Dónde está el límite entre ayudar y perjudicar? ¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre sin perderse a sí misma? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?