Cuando el Pasado Golpea: Un Encuentro en la Gran Vía
—¿Anabel? —Su voz me atravesó como un relámpago, justo cuando intentaba equilibrar las bolsas del supermercado y esquivar a los turistas en la Gran Vía. Me giré, incrédula, convencida de que era una confusión. Pero ahí estaba él, con el pelo más canoso y las arrugas marcando su sonrisa torcida. Luis. Mi primer amor. El hombre que, hace treinta y cinco años, destrozó mi familia.
Sentí cómo el corazón me golpeaba el pecho. El ruido de la ciudad se desvaneció; solo quedábamos él y yo, como si el tiempo se hubiera doblado sobre sí mismo. Me quedé paralizada, con la bolsa de naranjas a punto de caerse.
—No puede ser —susurré, más para mí que para él.
Luis dio un paso hacia mí, inseguro. —Anabel… ¿eres tú? —repitió, como si necesitara confirmarlo.
No supe qué decir. Recordé aquel verano en Santander, cuando tenía diecisiete años y creía que el mundo era sencillo. Luis era el hijo del panadero del barrio, siempre con una sonrisa y las manos llenas de harina. Nos veíamos a escondidas porque mi madre decía que no era «de nuestra clase». Pero yo no escuchaba. Le amaba con la intensidad ciega de la juventud.
Hasta que todo se rompió. Un día mi padre llegó antes de lo esperado y nos encontró juntos en la cocina. Hubo gritos, portazos y lágrimas. Mi madre me obligó a dejarle, y Luis desapareció del barrio esa misma semana. Nunca supe si se fue por vergüenza o porque realmente no me quería tanto como yo pensaba.
Ahora, después de tantos años, estaba allí, en pleno centro de Madrid, como si el destino quisiera reírse de mí.
—¿Cómo…? —empecé a preguntar, pero Luis me interrumpió.
—Trabajo aquí cerca —dijo, señalando un edificio moderno—. ¿Te apetece tomar un café?
Dudé. Tenía prisa; mi marido esperaba en casa y mi hija me había pedido que no tardara. Pero algo dentro de mí necesitaba respuestas.
—Cinco minutos —acepté.
Nos sentamos en una cafetería pequeña, lejos del bullicio. Luis me miraba con una mezcla de nostalgia y culpa.
—Nunca te olvidé —confesó—. Intenté escribirte, pero tu madre devolvía mis cartas.
Sentí rabia y tristeza a la vez. —¿Por qué no volviste? ¿Por qué no luchaste por nosotros?
Luis bajó la mirada. —Tu padre vino a buscarme. Me amenazó. Dijo que si no desaparecía, arruinaría a mi familia. Yo tenía dieciocho años… Me asusté.
Me quedé en silencio. Recordé cómo mi padre siempre controlaba todo, cómo mi madre lloraba por las noches pensando que yo arruinaría mi futuro por un chico del barrio.
—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Tienes familia?
Luis asintió. —Dos hijos. Estoy divorciado desde hace años. ¿Y tú?
—Casada —respondí—. Una hija en la universidad.
Nos miramos largo rato, como si intentáramos reconocernos en los rostros ajados por el tiempo.
—¿Eres feliz? —me preguntó de pronto.
La pregunta me desarmó. Pensé en mi marido, en nuestra rutina silenciosa, en las cenas frente al televisor y las conversaciones sobre facturas y médicos.
—No lo sé —admití—. A veces creo que sí… otras veces siento que solo estoy sobreviviendo.
Luis sonrió tristemente. —Yo también.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, la vida seguía: coches pitando, gente corriendo a sus trabajos, parejas discutiendo por tonterías.
—¿Te arrepientes? —le pregunté—. De haberte ido… de no haber luchado más.
Luis suspiró. —Me arrepiento todos los días. Pero también sé que era un crío asustado… Y tú merecías algo mejor que una vida de peleas con tu familia por mi culpa.
Sentí una punzada en el pecho. ¿De verdad merecía algo mejor? ¿O simplemente acepté lo que otros decidieron por mí?
Miré el reloj; debía irme. Me levanté despacio.
—Gracias por buscarme —dije—. Por decirme la verdad después de tanto tiempo.
Luis asintió y se levantó también. Dudó un instante antes de abrazarme suavemente. Sentí su olor a colonia barata y pan recién hecho; por un momento volví a ser aquella chica de diecisiete años.
Salí a la calle con las bolsas en la mano y el corazón revuelto. Caminé entre la multitud sintiéndome extraña, como si acabara de despertar de un sueño largo y confuso.
Esa noche, mientras cenaba con mi marido en silencio, pensé en todo lo que pudo haber sido y no fue. Pensé en las decisiones tomadas por miedo o por presión familiar; en los caminos cerrados antes siquiera de poder elegirlos.
¿De verdad somos dueños de nuestro destino? ¿O solo seguimos el guion que otros escriben para nosotros?