Cuando la familia se convierte en enemigo: Mi suegra, la causa de mi divorcio
—¿De verdad crees que eres suficiente para mi hijo? —La voz de Carmen, mi suegra, retumbó en la cocina mientras yo intentaba preparar la cena de Nochebuena. Las palabras se me clavaron como agujas. Sergio, mi marido, estaba en el salón con los niños, ajeno a la tensión que se respiraba entre esas cuatro paredes.
No era la primera vez que Carmen me lo decía. Durante años, había soportado sus comentarios hirientes, sus críticas veladas sobre cómo llevaba la casa, cómo educaba a mis hijos, incluso sobre mi trabajo como profesora en el instituto del barrio. Pero esa noche, con el olor a cordero asado mezclándose con el de mi rabia contenida, sentí que algo dentro de mí se rompía.
Recuerdo cuando conocí a Sergio en la universidad de Salamanca. Él era divertido, atento, y siempre tenía una palabra amable para todos. Nos enamoramos rápido y, tras tres años de noviazgo, nos casamos en una pequeña iglesia de Ávila. Al principio, Carmen parecía aceptarme. Pero pronto empecé a notar pequeños gestos: una ceja levantada cuando hablaba de mis padres, un suspiro cuando mencionaba mis planes profesionales.
—Mamá solo quiere lo mejor para nosotros —me decía Sergio cada vez que yo le contaba cómo me sentía.
Pero lo que él no veía era cómo Carmen se las arreglaba para estar siempre presente. Si planeábamos un fin de semana en la sierra, ella aparecía con cualquier excusa: que si el coche no le arrancaba, que si necesitaba ayuda con la compra. Cuando nació nuestra hija Lucía, Carmen se instaló en casa “para ayudarme”, pero lo que hacía era cuestionar cada decisión: desde cómo amamantaba hasta qué ropa le ponía.
—Mira, Marta —me decía con esa voz suya tan dulce como el veneno—, en mis tiempos las madres sabíamos cuidar a nuestros hijos sin tanta tontería moderna.
Yo intentaba mantener la calma por Sergio y por los niños. Pero cada vez me sentía más sola. Mis amigas me decían que tenía que poner límites, pero ¿cómo hacerlo sin romper la familia? En España, la familia es sagrada; nadie quiere ser la nuera que separó a un hijo de su madre.
El punto de inflexión llegó el verano pasado. Sergio y yo discutimos porque él había invitado a su madre a nuestras vacaciones en Cádiz sin consultarme. Yo necesitaba ese tiempo a solas con él y los niños. Cuando se lo dije, Carmen intervino:
—¿Ves? Siempre tan egoísta, Marta. No piensas más que en ti.
Esa noche lloré en silencio mientras Sergio dormía a mi lado. Sentí que ya no tenía fuerzas para seguir luchando contra una sombra que siempre estaba ahí, acechando cualquier momento de felicidad.
Un día, al volver del trabajo, encontré a Carmen sentada en mi sofá con una taza de café. Me miró fijamente y dijo:
—Sergio merece algo mejor. No sé cómo has conseguido engañarle tanto tiempo.
Me temblaron las manos. Por primera vez en quince años, le respondí:
—Quizá sea cierto. Quizá merezca alguien que le defienda de su propia madre.
Carmen se levantó y me miró con desprecio:
—No durarás mucho aquí. Ya lo verás.
A partir de ese día, todo fue cuesta abajo. Sergio empezó a llegar tarde a casa. Cuando le preguntaba qué le pasaba, me decía que estaba cansado del trabajo. Pero yo sabía que hablaba con su madre cada noche. Un domingo por la tarde, mientras los niños jugaban en el parque, le pedí que habláramos.
—Sergio, necesito saber si estamos bien. Siento que hay algo entre nosotros —le dije con voz temblorosa.
Él suspiró y bajó la mirada:
—No sé… Últimamente siento que discutimos por todo. Mamá dice que quizá necesitamos un tiempo separados.
Sentí un puñal en el pecho. ¿Cómo podía ser que su madre tuviera tanto poder sobre nuestra relación?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Carmen venía cada vez más a casa. Me ignoraba delante de los niños y hacía comentarios pasivo-agresivos sobre mi forma de ser esposa y madre. Sergio se fue distanciando hasta que una noche me dijo:
—Creo que deberíamos separarnos un tiempo.
Me quedé muda. No lloré delante de él; guardé las lágrimas para cuando estuve sola en la habitación de Lucía, abrazada a su peluche favorito.
El proceso de divorcio fue largo y doloroso. Carmen no perdió oportunidad para hacerme sentir culpable ante toda la familia. Mis suegros dejaron de hablarme y algunos amigos comunes me dieron la espalda. En España, aún pesa mucho el estigma del divorcio, sobre todo cuando hay niños pequeños.
Hoy vivo sola con mis hijos en un piso pequeño en el centro de Valladolid. He vuelto a salir con mis amigas y poco a poco estoy reconstruyendo mi vida. Pero aún me duele pensar cómo una persona pudo destruir lo que tanto me costó construir.
A veces me pregunto: ¿Por qué permitimos que otros decidan sobre nuestra felicidad? ¿Cuántas mujeres callan por miedo al qué dirán? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu familia política ha sido tu peor enemiga?