Cuando la traición viene de quien menos esperas: la historia de una amistad rota

—¿Cómo has podido hacerme esto, Lucía? —grité, con la voz rota, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes frías del salón. Ella no me miraba a los ojos. Jugaba nerviosa con el anillo nuevo en su dedo, ese anillo que yo había visto antes en la mano de otra mujer: en la mía.

No sé si alguna vez habéis sentido cómo se desmorona el mundo bajo vuestros pies. Yo lo sentí esa tarde de noviembre, cuando recibí la invitación a la boda de Lucía y Alejandro. Mi exmarido. Mi mejor amiga. No podía creerlo. Me temblaban las manos y el corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. ¿Cómo era posible que dos personas tan importantes para mí me hicieran esto?

Lucía y yo nos conocimos en el instituto de Salamanca. Compartimos secretos, risas y sueños en los bancos del parque de La Alamedilla. Cuando me casé con Alejandro, ella fue mi dama de honor. Cuando nació Pablo, mi hijo, ella fue la primera en sostenerlo después de mí. Siempre pensé que nuestra amistad era inquebrantable, que nada podría separarnos.

Pero la vida tiene formas crueles de enseñarnos lo contrario.

El divorcio con Alejandro fue duro, pero nunca imaginé que él y Lucía pudieran enamorarse. O quizás sí lo imaginé, pero preferí no verlo. En los últimos meses de nuestro matrimonio, Alejandro llegaba tarde a casa y Lucía siempre tenía excusas para no quedar conmigo. Yo estaba tan ocupada con el trabajo y los problemas de Pablo en el colegio que no quise atar cabos.

La verdadera pesadilla empezó cuando Pablo, mi hijo adolescente, comenzó a meterse en líos. Primero fueron las malas notas, luego las peleas en el instituto y finalmente una noche no volvió a casa. La policía lo encontró al amanecer en una plaza del centro, borracho y desorientado. Llamé a Lucía llorando, desesperada por un consejo, por un abrazo. No contestó. Ni esa noche ni ninguna otra.

—María, tienes que entenderlo —me dijo mi madre una tarde mientras tomábamos café en la cocina—. La gente cambia. No puedes depender siempre de los demás.

Pero yo no quería entenderlo. Me sentía traicionada por todos: por Alejandro, por Lucía, incluso por mi propio hijo, que se alejaba cada vez más de mí.

Una tarde lluviosa de febrero decidí enfrentarme a Lucía. Fui a su casa sin avisar. Me abrió la puerta con cara de sorpresa y detrás de ella vi a Alejandro preparando café en la cocina.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Lucía, incómoda.
—Necesito respuestas —le dije—. ¿Por qué? ¿Cuándo empezó todo esto?

Lucía bajó la mirada y murmuró:
—No fue planeado… Después del divorcio nos apoyamos mutuamente y… pasó.

—¿Y yo? ¿Dónde quedé yo? —le pregunté con lágrimas en los ojos.

Alejandro apareció en el umbral y dijo:
—María, no es culpa de nadie. Las cosas simplemente suceden.

Me marché sin decir nada más. Caminé bajo la lluvia hasta que no sentí los pies. Esa noche lloré hasta quedarme dormida abrazando una foto antigua donde estábamos las tres: Lucía, Alejandro y yo, sonriendo ingenuamente en una verbena del pueblo.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas en el supermercado o en la plaza del barrio. Salamanca es pequeña y las noticias vuelan rápido. Algunas vecinas me miraban con lástima; otras cuchicheaban a mis espaldas.

Pablo seguía perdido en su mundo oscuro. Intenté hablar con él una y otra vez:
—Hijo, ¿qué te pasa? ¿Por qué te portas así?
Él solo respondía con monosílabos o cerraba la puerta de su habitación.

Una noche escuché sollozos tras la puerta. Entré sin llamar y lo encontré llorando desconsolado.
—Mamá… siento todo esto… No sé qué me pasa —me dijo entre lágrimas.
Lo abracé fuerte y lloramos juntos. Por primera vez en meses sentí que aún quedaba algo por salvar.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida sin Lucía ni Alejandro. Me apoyé en mi madre y en mi hermana Carmen, que siempre estuvo ahí aunque yo no lo viera antes. Empecé a ir a terapia con Pablo y juntos aprendimos a comunicarnos otra vez.

A veces veo a Lucía paseando por la Plaza Mayor cogida de la mano de Alejandro. Ya no siento rabia ni dolor; solo una tristeza profunda por lo que pudo haber sido y no fue.

Me pregunto muchas noches si alguna vez podré volver a confiar plenamente en alguien. ¿Cómo se supera una traición así? ¿De verdad el tiempo lo cura todo o solo aprendemos a vivir con las cicatrices?