Cuando Tomás Cerró la Puerta: El Día Que Mi Mundo Se Rompió

—No puedo más, Lucía. Quiero el divorcio.

Las palabras de Tomás rebotaron en las paredes del salón, tan frías como el mármol de la mesa donde desayunábamos cada mañana. Ni siquiera se había quitado el abrigo. Yo estaba sirviendo la cena; la tortilla aún chisporroteaba en la sartén. Nuestra hija, Marta, hacía los deberes en su habitación. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

—¿Cómo? —balbuceé, con la voz temblorosa—. ¿Ahora? ¿Así, sin más?

Tomás no me miró. Se pasó la mano por el pelo, nervioso, y suspiró como si llevara años ensayando esa frase. —No soy feliz. No lo he sido desde hace tiempo. Lo siento, Lucía.

Me quedé paralizada. Recordé a mi madre, sentada en la cocina de nuestro piso en Vallecas, diciéndome: “Hija, nunca te olvides de quién eres ni de lo que vales. Si un hombre te falla, no te falles tú”.

Pero ¿cómo no fallarme? Llevábamos dieciséis años juntos. Compartíamos una hija maravillosa, un piso pequeño pero nuestro —herencia de mi abuelo Julián— y una vida sencilla. Nunca fuimos ricos, pero tampoco nos faltó lo esencial: comida en la mesa, risas los domingos y vacaciones en Benidorm cuando podíamos permitírnoslo.

Tomás siempre quiso más. Más dinero, más espacio, más éxito. Yo me conformaba con poco: un café caliente por la mañana, ver a Marta dormir tranquila, sentirme útil en mi trabajo de administrativa en la gestoría del barrio. Pero para él, eso era insuficiente.

—¿Hay otra? —pregunté, tragando saliva.

Él dudó un segundo demasiado largo. —No es eso… Simplemente necesito cambiar de vida.

Mentira. Lo supe en ese instante. La intuición de una mujer que ha amado y ha sido amada —o eso creía— no se equivoca. Sentí rabia y tristeza a partes iguales.

La cena quedó olvidada. Marta salió de su cuarto al oír nuestras voces.

—¿Qué pasa? —preguntó con esos ojos grandes que heredó de mí.

—Nada, cariño —mentí—. Vuelve a tus deberes.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de Tomás por el pasillo, sus llamadas a escondidas en el baño. Recordé los consejos de mi madre: “No llores delante de él. No le des ese poder”. Pero las lágrimas caían igual, silenciosas y amargas.

Los días siguientes fueron un infierno. Tomás empezó a dormir en el sofá y evitaba mirarme a los ojos. Marta notaba la tensión y me preguntaba si papá estaba enfadado conmigo. Yo le decía que no, que solo estaba cansado del trabajo.

En el trabajo, mis compañeras notaron mi tristeza. Carmen me llevó al baño y me abrazó fuerte.

—¿Qué te pasa, Lucía? —me susurró.

Me derrumbé. Le conté todo entre sollozos. Ella me apretó las manos: —No estás sola. Si necesitas quedarte en mi casa unos días con Marta, ya sabes dónde estoy.

Pero yo no quería irme de mi casa. Era mi refugio, mi herencia familiar, el lugar donde Marta dio sus primeros pasos y donde celebramos cada cumpleaños con tarta casera y globos del chino de la esquina.

Una tarde, mientras recogía los platos, escuché a Tomás hablando bajo por teléfono:

—Sí… Ya está casi hecho… No te preocupes… Pronto podré estar contigo…

Sentí un puñal en el pecho. No solo me dejaba; ya tenía otra vida planeada con otra mujer.

Esa noche lo enfrenté:

—¿Quién es ella?

Tomás bajó la cabeza. —Se llama Elena. La conocí en el trabajo… No quería que fuera así…

Me sentí humillada y furiosa. Pensé en gritarle, en echarle de casa allí mismo. Pero recordé las palabras de mi madre: “La dignidad primero”.

—Mañana mismo vas a hacer las maletas —le dije con voz firme—. Este piso es mío y de Marta. Tú te vas.

Tomás intentó protestar, pero le corté:

—No quiero verte aquí cuando vuelva del trabajo.

Esa noche dormí abrazada a Marta, que lloraba sin entender nada. Le prometí que todo iría bien aunque yo misma no lo creyera.

Los días siguientes fueron duros. Tomás se fue a casa de su hermana en Alcorcón y Elena empezó a aparecer por el barrio. La gente murmuraba; las vecinas me miraban con lástima o curiosidad morbosa.

Mi madre vino a verme desde Toledo. Me preparó cocido y me obligó a comer aunque no tuviera hambre.

—Lucía, eres más fuerte de lo que crees —me dijo mientras me acariciaba el pelo como cuando era niña—. No permitas que nadie te haga sentir menos.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví a salir con amigas, retomé mis clases de pilates y empecé a mirar hacia adelante por Marta y por mí misma. Aprendí a disfrutar del silencio en casa y a valorar mi independencia.

Un día, mientras paseaba con Marta por El Retiro, ella me preguntó:

—Mamá, ¿tú eres feliz?

La miré a los ojos y le respondí:

—Estoy aprendiendo a serlo otra vez.

Ahora sé que la felicidad no depende de nadie más que de una misma. Y aunque todavía duele recordar aquel día en que Tomás cerró la puerta para siempre, también sé que sobreviví porque nunca olvidé quién soy ni lo que valgo.

¿Vosotros habéis sentido alguna vez que os arrancan el suelo bajo los pies? ¿Qué haríais si os encontráis ante una traición así? Me gustaría saber cómo lo habéis superado vosotros.