¿Debería ceder el hogar de mi hija?
—No lo entiendo, Lucía. ¿Por qué Álvaro quiere poner la casa a nombre de su madre? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras el vapor del café se mezclaba con el frío de la mañana en nuestra cocina de Salamanca.
Lucía bajó la mirada, acariciándose la barriga ya abultada. —Mamá, dice que es por seguridad. Que así todo queda en familia y que su madre nos ayudará si alguna vez pasa algo…
Me mordí los labios para no gritar. ¿Seguridad? ¿Para quién? Desde que Lucía y Álvaro se casaron hace seis años, he intentado mantenerme al margen, pero esta vez sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi nieta Paula jugaba en el salón, ajena a la tensión que llenaba la casa.
Esa tarde, cuando Álvaro llegó del trabajo, lo esperé en el pasillo. —¿Podemos hablar un momento? —le dije, intentando sonar calmada.
Él asintió, pero sus ojos esquivaban los míos. —Claro, Carmen. Dime.
—No entiendo por qué quieres poner la casa a nombre de tu madre. ¿No confías en Lucía? ¿No confías en vuestra familia?
Suspiró y se pasó la mano por el pelo. —No es eso. Es que… mi madre ha puesto dinero para la entrada y… bueno, si algún día pasa algo entre Lucía y yo, quiero asegurarme de que ella no se quede sin nada.
Sentí un nudo en el estómago. —¿Y si pasa algo? ¿Eso piensas ahora que está embarazada?
Álvaro se encogió de hombros. —Las cosas pasan, Carmen. No quiero problemas en el futuro.
Esa noche no pude dormir. Recordé cuando mi marido y yo compramos nuestra casa: todo lo hicimos juntos, con esfuerzo y confianza. ¿Por qué ahora todo tenía que ser tan complicado?
Al día siguiente, fui a ver a mi amiga Pilar. Siempre ha sido mi confidente. Le conté todo entre lágrimas.
—Carmen, tienes que hablar con Lucía. No puedes dejar que firme nada sin entender las consecuencias —me aconsejó.
Volví a casa decidida a proteger a mi hija. Pero Lucía estaba cansada, con ojeras profundas y una tristeza que no le conocía.
—Mamá, estoy agotada. Álvaro no para de insistir y yo… no quiero más peleas. Solo quiero tranquilidad para el bebé.
La abracé fuerte. —Hija, tienes que pensar en ti y en tus hijos. Si la casa está a nombre de tu suegra, ¿qué pasará si algún día os separáis? ¿Dónde vivirás? ¿Qué será de Paula y del bebé?
Lucía rompió a llorar. —No lo sé, mamá. No lo sé…
Los días pasaron entre silencios incómodos y discusiones a media voz. Mi marido, Antonio, intentaba mediar:
—Carmen, no podemos meternos tanto. Son adultos…
—¡Pero es nuestra hija! —le respondí—. Si no la protegemos nosotros, ¿quién lo hará?
Una tarde, recibimos una llamada inesperada: era Rosario, la madre de Álvaro.
—Carmen, ¿puedo pasarme mañana? Quiero hablar contigo —dijo con voz seca.
Al día siguiente, Rosario llegó puntual, vestida como siempre de negro riguroso y con ese aire altivo que nunca me gustó.
—Mira, Carmen —empezó sin rodeos—. Yo solo quiero lo mejor para mi hijo. He puesto dinero y creo que tengo derecho a asegurarme de que no lo pierdo si las cosas van mal.
La miré fijamente. —¿Y Lucía? ¿Y mis nietos? ¿No te importa su seguridad?
Rosario frunció los labios. —Por supuesto que sí, pero las cosas hay que hacerlas bien.
La conversación terminó sin acuerdo. Sentí rabia e impotencia.
Esa noche, Lucía se acercó a mí mientras preparaba la cena.
—Mamá… he decidido no firmar nada hasta hablar con un abogado. No quiero arrepentirme dentro de unos años.
La abracé con alivio y orgullo. —Eso es lo mejor que puedes hacer, hija.
Pero Álvaro no se lo tomó bien. Durante días apenas habló con Lucía; dormían en habitaciones separadas y el ambiente era irrespirable.
Una tarde escuché a Paula preguntar:
—¿Por qué papá ya no me da las buenas noches?
Lucía se derrumbó otra vez. Yo sentí una mezcla de rabia y tristeza: por mi hija, por mis nietos y por una familia que parecía romperse poco a poco.
Finalmente fuimos todos juntos al notario y al abogado. Allí quedó claro: si la casa estaba solo a nombre de Rosario, Lucía y los niños quedaban desprotegidos ante cualquier problema futuro.
Álvaro aceptó a regañadientes poner la casa a nombre de ambos. Rosario se marchó enfadada y desde entonces apenas nos habla.
Hoy escribo esto mientras veo jugar a Paula en el jardín y Lucía descansa con su bebé recién nacido en brazos. La familia ha cambiado; hay heridas que tardarán en cerrar. Pero al menos sé que luché por lo que creí justo.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debemos llegar para proteger a los nuestros? ¿Vale la pena arriesgar la paz familiar por miedo al futuro? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?