Detrás del altar: El secreto de Jozef y mi renacimiento
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Jozef?— pregunté, con la voz temblorosa, mientras el reloj del salón marcaba las nueve y media. Él dejó las llaves sobre la mesa y evitó mirarme a los ojos.
—He estado en la iglesia, María. Ya sabes que desde hace meses me siento más cerca de Dios— respondió, casi susurrando, como si temiera que las paredes escucharan.
No era la primera vez que teníamos esta conversación. Desde hacía medio año, Jozef había cambiado. Antes era un hombre alegre, siempre dispuesto a bromear con nuestros hijos, Lucía y Andrés, y a compartir conmigo hasta el más mínimo detalle de su día. Pero ahora, cada tarde desaparecía durante horas, siempre con la misma excusa: la iglesia de San Pedro, al final de nuestra calle en Ružomberka.
Al principio sentí orgullo. Pensé que mi marido estaba viviendo una especie de renacimiento espiritual. Incluso le animé a que se apuntara a las actividades parroquiales. Pero pronto, la devoción se volvió obsesión. Ya no cenábamos juntos. Los niños preguntaban por él y yo inventaba excusas: “Papá está rezando”, “Papá está ayudando al padre Antonio”.
Una noche, mientras recogía la mesa, Lucía me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre me desarmaban.
—Mamá, ¿por qué papá ya no juega conmigo? ¿Ya no me quiere?
Sentí un nudo en la garganta. No supe qué responderle. Me limité a abrazarla fuerte y prometerle que todo volvería a ser como antes.
Pero no fue así. Un día, mientras doblaba la ropa en nuestro dormitorio, encontré una carta escondida entre las camisas de Jozef. No tenía remitente, pero reconocí la letra de Carmen, la catequista de la parroquia. Decía cosas que ninguna esposa querría leer: “Gracias por las tardes juntos, por escucharme cuando nadie más lo hace…”. El resto era aún más doloroso.
El mundo se me vino abajo. Sentí rabia, tristeza y una humillación tan profunda que apenas podía respirar. ¿Cómo había sido tan ciega? ¿Cómo no vi las señales?
Esa noche esperé a Jozef sentada en el sofá, con la carta en la mano. Cuando entró, le mostré el sobre sin decir palabra. Su rostro se puso blanco como el mármol.
—¿Qué es esto?— pregunté, aunque ya lo sabía todo.
Él se sentó frente a mí y bajó la cabeza.
—María… yo… no sé cómo ha pasado. Empezó como una amistad. Me sentía solo, perdido… Tú siempre estabas ocupada con los niños, con la casa…
—¿Y eso te da derecho a engañarme? ¿A destrozar nuestra familia?— grité, incapaz de contenerme.
Los niños se despertaron por los gritos. Andrés apareció en el pasillo, frotándose los ojos.
—¿Mamá? ¿Qué pasa?
Me derrumbé. Lloré como nunca antes lo había hecho. Jozef intentó acercarse a mí, pero le rechacé.
Los días siguientes fueron un infierno. La noticia corrió como la pólvora por el barrio. Las vecinas me miraban con lástima en el supermercado; algunas incluso se atrevían a darme consejos no solicitados: “Perdónale, María, los hombres son así”, “Piensa en los niños”.
Pero yo no podía perdonarle. No después de tantas mentiras.
Una tarde, Carmen vino a buscarme a casa. Llamó al timbre y cuando abrí la puerta vi sus ojos llenos de lágrimas.
—María… lo siento tanto. No quería hacerte daño— balbuceó.
La miré fijamente durante unos segundos eternos.
—No eres tú quien debe disculparse conmigo— respondí con frialdad.— Eres adulta y sabías lo que hacías. Pero él es mi marido y ha destruido todo lo que teníamos.
Carmen se marchó sin decir nada más.
Esa noche tomé una decisión. No podía seguir viviendo así. Por primera vez en mi vida pensé en mí misma antes que en los demás. Hablé con mis padres y les pedí ayuda para mudarme con los niños durante un tiempo.
Jozef intentó convencerme de que me quedara. Me prometió que cambiaría, que dejaría de ver a Carmen, que volveríamos a ser una familia feliz. Pero yo ya no podía confiar en él.
Los primeros días en casa de mis padres fueron duros. Lucía lloraba todas las noches pidiendo a su padre; Andrés se encerraba en sí mismo y apenas hablaba. Yo me sentía culpable por arrancarles su hogar, pero sabía que era lo mejor para todos.
Poco a poco empecé a reconstruirme. Encontré trabajo en una tienda del centro y volví a sentirme útil. Hice nuevas amigas; mujeres como yo, que habían pasado por situaciones similares y habían salido adelante.
Un día, mientras paseaba por el parque con los niños, me encontré con Jozef. Estaba solo, sentado en un banco, cabizbajo. Se levantó al verme y se acercó despacio.
—María… solo quería decirte que lo siento de verdad. He perdido todo por mi culpa.— Sus ojos estaban rojos e hinchados.— Si algún día puedes perdonarme…
Le miré largo rato antes de responderle:
—Quizá algún día pueda perdonarte como persona, pero nunca olvidaré lo que hiciste a nuestra familia.
Me marché con los niños sin mirar atrás.
Hoy han pasado dos años desde aquel día. Sigo adelante con mi vida; he aprendido a ser fuerte y a no depender de nadie para ser feliz. Mis hijos están bien; Lucía vuelve a sonreír y Andrés ha recuperado su alegría.
A veces me pregunto si hice lo correcto al romper mi matrimonio por una traición. ¿Es posible reconstruir la confianza después de una mentira tan grande? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Perdonaríais o seguiríais vuestro propio camino?