El cumpleaños de mi hija sin mí: ¿En qué momento me convertí en una extraña para ella?

—¿De verdad no vas a venir, mamá? —La voz de Marisa sonaba lejana, como si hablara desde otra vida. Pero no era una invitación; era una pregunta retórica, cargada de reproche y cansancio.

Me quedé mirando el teléfono, temblando. No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera que sentía que ya no había vuelta atrás. Era su cumpleaños y yo estaba sentada sola en el salón, rodeada de fotos antiguas y del silencio de este piso en Vallecas que se me hace cada vez más grande desde que murió Julián, mi marido. Tres años sin trabajo, tres años sin rumbo. Y ahora, tres años sintiendo que pierdo también a mi hija.

Recuerdo cuando Marisa era pequeña y me abrazaba fuerte al volver del colegio. «Mamá, ¿me ayudas con los deberes?». Yo siempre estaba cansada, siempre con prisas, siempre pensando en el siguiente turno en la panadería o en cómo llegar a fin de mes. Pero aun así, intentaba estar ahí. ¿No era suficiente?

La última vez que hablamos cara a cara fue hace dos meses. Ella vino a casa con esa expresión seria que ha aprendido a usar desde que trabaja en la gestoría. «Mamá, tienes que dejar de llamarme todos los días. Tengo mi vida». Yo asentí, pero por dentro sentí que se me rompía algo. ¿En qué momento pasé de ser imprescindible a ser una molestia?

Hoy, mientras veía las luces del atardecer colarse por la ventana, me preguntaba si alguna vez podré recuperar lo que perdimos. El teléfono vibró: un mensaje de mi hermana Pilar. «¿No vas a ir al cumpleaños de Marisa?». No sé qué contestar. ¿Cómo explicarle que no me han invitado? ¿Cómo decirle que mi propia hija prefiere celebrar su día sin mí?

Me levanto y abro el armario. Saco el vestido azul que me puse en la comunión de Marisa. Lo huelo: aún guarda un poco del perfume barato que usaba entonces. Me miro al espejo y veo a una mujer mayor, con el pelo encanecido y los ojos cansados. ¿Cuándo envejecí tanto?

Recuerdo la última discusión con Marisa:
—Siempre te estás quejando, mamá. Nunca eres feliz con nada.
—¿Y tú crees que es fácil estar sola todo el día? —le respondí.
—No eres la única que ha perdido cosas en la vida.

Tenía razón. Pero yo también.

Intento llamar a Marisa una vez más. El teléfono suena y suena hasta que salta el buzón de voz. Dejo un mensaje torpe:
—Feliz cumpleaños, hija. Te quiero mucho.

Cuelgo y me echo a llorar. Me siento tan inútil como cuando perdí el trabajo en el supermercado y nadie me llamó para una entrevista más. Como cuando Julián se fue y tuve que aprender a vivir sola después de cuarenta años juntos.

A las nueve de la noche escucho risas en el piso de arriba. Seguramente los vecinos celebran algo. Me asomo por la ventana y veo luces en la terraza del edificio de enfrente. Gente joven, música, alegría. Me siento aún más sola.

De repente suena el timbre. Me sobresalto. ¿Será Marisa? ¿Habrá cambiado de idea? Corro a abrir con el corazón desbocado.

Pero es Pilar.
—Carmen, ¿qué haces aquí sola? —entra sin esperar respuesta—. ¿Por qué no has ido al cumpleaños?
—No me ha invitado —susurro.
—Eso da igual, eres su madre.

Me siento en el sofá mientras Pilar me mira con esa mezcla de compasión y enfado.
—¿Sabes lo que creo? —dice—. Que las dos sois igual de orgullosas.
—Yo solo quiero que me quiera —respondo.
—Pues demuéstraselo. Ve mañana a verla al trabajo, llévale flores o lo que sea. Pero deja de esperar a que sea ella quien dé el primer paso.

Paso la noche sin dormir, dándole vueltas a las palabras de Pilar. ¿Y si tiene razón? ¿Y si he esperado demasiado tiempo?

A la mañana siguiente compro un ramo de margaritas en la floristería del barrio y voy hasta la gestoría donde trabaja Marisa. Me tiemblan las manos al entrar.

—¿Está Marisa García? —pregunto a la recepcionista.
Ella me mira con sorpresa.
—¿Es usted su madre?
Asiento.
Marisa sale al pasillo y me mira como si no supiera quién soy.
—Mamá…
—Solo quería felicitarte en persona —le tiendo las flores—. Y decirte que siento si no he sido la madre que necesitabas.
Ella baja la mirada y durante un segundo creo que va a echarme.
Pero entonces toma las flores y susurra:
—Gracias por venir.

No hablamos mucho más; hay clientes esperando y ella está ocupada. Pero cuando salgo a la calle siento un pequeño alivio, como si una grieta se hubiera cerrado un poco.

Esa noche Marisa me llama por primera vez en meses:
—Mamá… ¿Te apetece venir a cenar este sábado?
Siento una alegría tan grande que apenas puedo hablar.

Ahora escribo esto sentada en mi salón, mirando las fotos antiguas y pensando en todo lo que hemos perdido… y en lo poco que hace falta para empezar a recuperar algo.

¿De verdad es tan fácil perderse entre madre e hija? ¿Y si nunca es demasiado tarde para volver a encontrarse?