El día de mi santo y la llamada que cambió mi vida

—¿Sabes lo que más duele de las mentiras? —me pregunté a mí misma mientras sostenía el cuchillo sobre el pastel, rodeada de risas y cánticos de «Cumpleaños feliz». El teléfono vibró en la encimera de la cocina. Miré la pantalla: «María (exmujer de Luis)». Dudé un segundo, pero contesté.

—¿Sí?

Su voz era fría, cortante como el filo del cuchillo que tenía en la mano.

—La gente no cambia. Él tampoco. —Y colgó.

Me quedé paralizada. El cuchillo tembló en mi mano. Por un instante, el bullicio del salón se desvaneció y solo escuchaba el eco de esas palabras. «La gente no cambia. Él tampoco.» ¿Qué quería decir? ¿Por qué justo hoy? ¿Por qué ahora?

Respiré hondo, me forcé a sonreír y volví al salón. Mi madre, Carmen, me abrazó fuerte y me besó las mejillas. Mi hermana Lucía me guiñó un ojo desde el sofá, rodeada de primos y amigos. Luis, mi marido, se acercó y me susurró al oído:

—¿Todo bien, Ana?

Asentí, aunque sentí que una grieta invisible se abría bajo mis pies.

Durante la cena, las palabras de María martilleaban mi cabeza. Recordé los primeros meses con Luis: su encanto, su risa contagiosa, las promesas de amor eterno. Pero también recordé las discusiones por sus ausencias, los mensajes sin responder, las noches en las que decía estar trabajando hasta tarde. Siempre había confiado en él… o quizá solo había querido confiar.

Al terminar la fiesta, recogí los platos mientras Luis charlaba animadamente con mi cuñado en el balcón. Mi madre se acercó y me miró con esa mezcla de ternura y preocupación que solo una madre puede tener.

—¿Estás bien, hija? Te noto rara.

—Solo estoy cansada, mamá —mentí.

Esa noche, mientras Luis dormía a mi lado, yo no podía cerrar los ojos. Me levanté y fui al salón. Me senté en la oscuridad y repasé cada detalle de los últimos años: las veces que Luis llegaba tarde sin explicación, las llamadas que cortaba al verme entrar en la habitación, los viajes de trabajo repentinos.

Al día siguiente, no pude evitarlo. Busqué a María en Facebook y le escribí un mensaje: «¿Qué querías decir ayer?» No esperaba respuesta tan pronto, pero a los pocos minutos sonó mi móvil.

—Ana —su voz sonaba cansada—. No quiero meterme en tu vida, pero creo que mereces saber la verdad. Luis nunca fue fiel conmigo. Siempre tenía una excusa, siempre una mentira. Yo también quise creer que cambiaría…

—¿Estás diciendo que…? —no pude terminar la frase.

—Solo te digo que abras los ojos. Hazte preguntas. No ignores lo que sientes.

Colgamos. Sentí rabia, miedo y una tristeza profunda. ¿Y si tenía razón? ¿Y si todo era una mentira?

Durante semanas fingí normalidad. Luis seguía con sus rutinas: trabajo, gimnasio, cenas con amigos. Yo empecé a observarlo con otros ojos. Una noche, mientras él se duchaba, revisé su móvil. No encontré nada sospechoso… hasta que vi un chat archivado con el nombre «Clara». Mensajes recientes: «¿Nos vemos mañana?», «Te echo de menos».

El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Guardé silencio durante días, esperando una explicación que nunca llegó. Una tarde, mientras preparaba la cena, Luis entró en la cocina y me abrazó por detrás.

—¿En qué piensas? —preguntó.

Me giré y lo miré a los ojos.

—¿Quién es Clara?

Su expresión cambió al instante: primero sorpresa, luego incomodidad.

—Es solo una compañera del trabajo…

—No mientas —le interrumpí—. He leído los mensajes.

Luis suspiró y se sentó a la mesa.

—Ana… No quería hacerte daño. No sé cómo ha pasado…

Las lágrimas me nublaron la vista. Sentí rabia y vergüenza por no haber querido ver antes lo evidente.

Esa noche dormí en casa de Lucía. Le conté todo entre sollozos y ella me abrazó fuerte.

—No eres tonta por confiar —me dijo—. Eres valiente por enfrentarlo ahora.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: tristeza, ira, alivio incluso. Luis intentó hablar conmigo varias veces; decía que estaba arrepentido, que quería cambiar, que me amaba.

Pero las palabras de María seguían resonando: «La gente no cambia».

Pasaron semanas antes de tomar una decisión. Finalmente, le pedí a Luis que se fuera de casa. Mi madre vino a ayudarme a recoger sus cosas; lloramos juntas mientras guardábamos sus camisas y libros en cajas.

Hoy escribo esto desde mi nuevo piso en Lavapiés. A veces echo de menos la rutina compartida, pero sé que he hecho lo correcto. He aprendido a escuchar mis dudas y a no esconderlas detrás de una cortina cómoda.

Me pregunto: ¿cuántas veces ignoramos lo que sentimos por miedo a perder lo que creemos tener? ¿Cuántas verdades preferimos no ver para no romper la ilusión? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese vértigo ante la verdad?