El día que mi suegra rompió mi infancia: una historia de colecciones, límites y familia
—¿Por qué guardas todas esas muñecas viejas, Mariana? Ya eres una mujer casada, deberías dejar atrás esas cosas infantiles —la voz de mi suegra, doña Teresa, retumbó en la sala como un trueno inesperado.
Me quedé paralizada en el umbral de la puerta, las bolsas negras apiladas junto al basurero. Mi corazón latía tan fuerte que sentí que se me iba a salir del pecho. Reconocí la caja azul con flores pintadas a mano, la que mi abuela me regaló cuando cumplí siete años. Dentro estaban mis muñecas, cada una con su historia, su vestido tejido por mi mamá, sus zapatos de plástico gastados por los años de juegos en el patio de la casa en Puebla.
—¿Qué hiciste? —mi voz tembló, apenas un susurro.
Doña Teresa ni siquiera me miró. Siguió barriendo el piso, como si nada. —Ay, Mariana, ya era hora. Esas cosas solo ocupan espacio y atraen polvo. Además, ¿qué va a pensar Rodrigo si ve que su esposa todavía juega con muñecas?
Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. ¿Cómo podía ella decidir qué era importante para mí? ¿Por qué tenía que justificar mis recuerdos ante alguien que apenas me conocía?
Cuando Rodrigo llegó esa noche, le conté lo que había pasado. Esperaba que me defendiera, que al menos le dijera a su madre que se había pasado de la raya. Pero él solo suspiró y me abrazó con desgano.
—Mi mamá solo quiere ayudarte a madurar, amor. No te lo tomes tan a pecho.
Ahí supe que estaba sola.
Esa noche lloré en silencio. No era solo por las muñecas; era por todo lo que representaban: mi infancia en el pueblo, los días en que mi papá aún vivía, las tardes de lluvia jugando con mi hermana menor mientras mi mamá tejía junto a la ventana. Era por la Mariana que fui antes de mudarme a la ciudad, antes de casarme con Rodrigo y convertirme en «la esposa de».
Al día siguiente, busqué entre las bolsas. Algunas muñecas estaban rotas, otras manchadas de café o aplastadas bajo libros viejos. Rescaté lo que pude y las llevé al cuarto de servicio, donde nadie más entraba. Me senté en el suelo y lloré abrazando a la muñeca más pequeña, la que tenía el cabello trenzado y el vestido rojo.
Mi hermana Lucía me llamó esa tarde. Le conté lo sucedido y su respuesta fue inmediata:
—¡No tienes por qué aguantar eso! Es tu casa también. ¿Por qué Rodrigo no te defendió?
No supe qué responderle. En nuestra cultura, muchas veces nos enseñan a callar para evitar conflictos, a ceder ante los mayores aunque nos duela. Pero algo dentro de mí se rompió ese día.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Doña Teresa seguía opinando sobre todo: cómo cocinaba, cómo vestía, hasta cómo debía criar a mis hijos cuando los tuviera. Rodrigo cada vez estaba más ausente; llegaba tarde del trabajo y se encerraba en el estudio con cualquier excusa.
Una tarde, mientras preparaba café, doña Teresa entró a la cocina sin tocar la puerta.
—¿Todavía estás molesta por esas muñecas? —preguntó con una sonrisa forzada—. Mariana, tienes que entender que yo solo quiero lo mejor para esta familia.
Me armé de valor y respondí:
—Lo mejor para esta familia es que cada quien respete el espacio del otro. Mis cosas son mías, mis recuerdos también.
Ella me miró como si fuera una niña caprichosa. —No seas dramática. Ya verás que cuando tengas hijos vas a entenderme.
Esa noche enfrenté a Rodrigo.
—No puedo seguir así —le dije—. Siento que no tengo voz en mi propia casa.
Él me miró cansado, como si yo fuera una carga más al final del día.
—Mi mamá solo está aquí un tiempo…
—¡Lleva seis meses viviendo con nosotros! —grité—. Y cada día siento que desaparezco un poco más.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Por primera vez pensé en irme.
Al día siguiente fui a casa de Lucía. Me recibió con un abrazo largo y cálido. Me sentí niña otra vez, protegida.
—¿Por qué nos cuesta tanto poner límites? —le pregunté mientras tomábamos café en su cocina pequeña pero llena de vida.
—Porque nos enseñaron a complacer —respondió ella—. Pero también podemos aprender a defendernos.
Esa noche regresé decidida. Busqué a doña Teresa en la sala.
—Necesito hablar con usted —dije firme—. Le pido que respete mis cosas y mi espacio. Si no puede hacerlo, le agradecería que buscara otro lugar donde quedarse.
Su cara fue un poema: sorpresa, indignación y finalmente una mueca de resignación.
Rodrigo escuchó todo desde el pasillo. No dijo nada esa noche, pero al día siguiente me abrazó antes de irse al trabajo.
—Perdón por no haberte apoyado antes —susurró—. A veces no sé cómo manejar a mi mamá.
No todo se resolvió de inmediato. Doña Teresa se fue unas semanas después, alegando que necesitaba cuidar a una tía enferma en Veracruz. Rodrigo y yo empezamos terapia de pareja; aprendimos a comunicarnos mejor y a poner límites juntos.
Mis muñecas siguen guardadas en una caja nueva, lejos del basurero y cerca de mi corazón. Ahora sé que no son solo juguetes: son parte de mi historia y merecen respeto tanto como yo.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces hemos dejado que otros decidan qué debemos guardar o soltar? ¿Cuándo aprenderemos a defender lo que amamos sin miedo al conflicto?