El piso que nunca volvió: una historia de familia y límites
—Mamá, solo será un año. Te lo prometo—. La voz de Marcos aún resuena en mi cabeza, como si el eco de aquella promesa pudiera devolverme la tranquilidad que perdí hace ya demasiado tiempo.
Era una tarde de septiembre, el cielo de Madrid teñido de ese azul que solo se ve cuando el verano se resiste a marcharse. Yo estaba sentada en la mesa del salón, repasando las facturas, cuando Marcos y Lucía llegaron con las maletas y una mezcla de ilusión y nerviosismo en la mirada. Mi marido, Antonio, me miró de reojo, como preguntándose si realmente estábamos haciendo lo correcto.
—Carmen, ¿estás segura?—me susurró esa noche mientras apagábamos la luz.
—Son nuestros hijos. ¿Qué otra cosa podemos hacer?—le respondí, aunque en el fondo sentía un nudo en el estómago.
El piso era nuestro pequeño refugio: dos habitaciones amplias, una cocina luminosa y un balcón desde donde se veía el bullicio de la calle Alcalá. Lo habíamos comprado con esfuerzo después de años de trabajo en la administración pública y en la farmacia del barrio. Pero cuando Marcos perdió su empleo en la agencia de viajes y Lucía apenas podía cubrir sus gastos como profesora interina, no dudamos en ofrecerles nuestro piso vacío. «Solo un año», repetimos todos.
Al principio todo fue armonía. Venían a cenar los domingos, nos contaban sus planes y agradecían cada gesto. Pero los meses pasaron y el ambiente empezó a cambiar. Las llamadas se hicieron menos frecuentes. Cuando preguntábamos por su situación laboral o si habían encontrado algo más permanente, Lucía desviaba la conversación:
—Estamos mirando opciones, pero con los precios en Madrid… ya sabes cómo está todo.
Antonio empezó a impacientarse. Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, soltó:
—Carmen, esto no puede seguir así. Ya llevamos casi dos años esperando.
Sentí cómo la culpa me apretaba el pecho. ¿Cómo decirle a mi hijo que tenía que irse? ¿Cómo exigirle algo cuando lo veía tan perdido?
Un día decidí ir al piso sin avisar. Llevaba una bolsa con croquetas y ropa limpia para ellos. Al abrir la puerta, me encontré con cajas apiladas, ropa por todas partes y un ambiente cargado de tensión. Lucía estaba sentada en el sofá, con los ojos rojos.
—¿Todo bien?—pregunté intentando sonar casual.
Ella suspiró.—No sé cómo decírtelo, Carmen. Marcos está fatal. No encuentra trabajo y… yo tampoco sé si me renovarán el contrato. No tenemos a dónde ir.
Me senté a su lado y le cogí la mano.—Pero no podéis quedaros aquí para siempre. Este piso es nuestro futuro también.
En ese momento entró Marcos, con la cara desencajada.—¿Qué pasa aquí?
—Hijo, tenemos que hablar—le dije con voz temblorosa.
La conversación fue un desastre. Marcos se sintió atacado, Lucía rompió a llorar y yo salí de allí sintiéndome la peor madre del mundo. Esa noche no dormí. Antonio me abrazó en silencio; sabía que no había solución fácil.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Cada vez que llamaba para preguntar si habían avanzado con la búsqueda de piso, Marcos contestaba con monosílabos o directamente no respondía. Empecé a notar cómo mi relación con Antonio se resentía; discutíamos por cualquier cosa: por la comida, por el dinero, por el silencio incómodo que se instaló entre nosotros.
Una tarde, mientras hacía cola en el supermercado, escuché a dos mujeres hablar sobre sus hijos adultos que aún vivían en casa. «Hay que poner límites», decía una. «Si no, te comen viva». Sentí una punzada de vergüenza y rabia. ¿Era yo demasiado blanda? ¿Había fallado como madre?
Finalmente, Antonio tomó una decisión.—Voy a hablar con Marcos. Esto no puede seguir así.
La conversación fue dura. Marcos gritó, Antonio también perdió los nervios. Yo me quedé sentada en la cocina, escuchando los gritos desde el teléfono:
—¡No somos unos aprovechados! ¡Solo necesitamos tiempo!
—¡Lleváis casi tres años! ¡Ese piso es nuestro!—respondió Antonio.
Después de aquello, Marcos dejó de hablarnos durante semanas. Lucía me mandó un mensaje pidiéndome perdón por todo y asegurando que estaban buscando algo «de verdad» esta vez.
El día que finalmente entregaron las llaves fue gris y lluvioso. Vinieron sin mirar atrás; ni siquiera aceptaron quedarse a comer. El piso estaba vacío pero impregnado de tristeza y reproches no dichos.
Ahora Antonio y yo volvemos a pasear por la calle Alcalá, mirando nuestro piso desde fuera como si fuera ajeno. A veces me pregunto si hice bien o mal; si ser madre significa darlo todo o saber cuándo decir basta.
¿Dónde está el límite entre ayudar y permitir que te hagan daño? ¿Cuántas veces puede una madre perdonar antes de perderse a sí misma?