El sabor de las comparaciones: Cuando la cocina se convierte en campo de batalla
—¿Otra vez lentejas, Carmen? —La voz de Luis retumba en la cocina, mezclándose con el vapor que escapa de la olla. Me giro despacio, cuchara en mano, y le miro a los ojos. Él ni siquiera se inmuta; sigue mirando el móvil, probablemente esperando el mensaje de su amigo Javier para comentar el partido del domingo.
—¿Qué quieres que haga? Es lo que hay —respondo, intentando que mi voz no tiemble. Pero tiembla. Porque no es la primera vez que lo dice. Ni será la última.
Luis suspira, deja el móvil sobre la mesa y me mira con esa mezcla de decepción y resignación que tanto me duele últimamente.
—Mira, Carmen, no te lo tomes a mal, pero podrías variar un poco. La mujer de Javier, Lucía, hace cada semana platos nuevos. El otro día preparó un arroz negro con sepia que…
No le dejo terminar. Siento cómo la rabia me sube por dentro, como si fuera el propio vapor de las lentejas. ¿Por qué siempre Lucía? ¿Por qué siempre yo salgo perdiendo en esa comparación?
—Pues vete a comer a casa de Lucía si tanto te gusta cómo cocina —escupo las palabras sin pensar. El silencio que sigue es espeso, incómodo. Mi hija pequeña, Marta, entra en la cocina y se queda quieta al vernos.
—¿Qué pasa? —pregunta con esa inocencia que me parte el alma.
—Nada, cariño. Ve a poner la mesa —le digo, forzando una sonrisa.
Pero no es nada. O sí lo es. Porque detrás de cada plato repetido hay una historia que Luis parece olvidar. Yo trabajo ocho horas en una gestoría del centro, llego a casa a las siete y aún tengo que ayudar a los niños con los deberes, poner lavadoras y preparar la cena. Lucía no trabaja fuera; su vida gira en torno a su casa y sus hijos. No es mejor ni peor, simplemente es diferente.
Pero Luis no lo ve así. Para él, todo es cuestión de esfuerzo y ganas. Y yo empiezo a preguntarme si realmente ve todo lo que hago o si solo ve lo que falta.
Esa noche apenas hablamos durante la cena. Marta y su hermano mayor, Álvaro, intentan animar el ambiente contando anécdotas del colegio, pero yo apenas escucho. Solo oigo el eco de las palabras de Luis: «podrías variar un poco».
Cuando los niños se acuestan, me encierro en el baño y dejo que las lágrimas corran libres. Me siento sola. Invisible. Como si todo mi esfuerzo no valiera nada porque no sé hacer un arroz negro como Lucía.
Al día siguiente, en la oficina, mi compañera Teresa me pregunta si estoy bien. Le cuento por encima lo que pasa y ella resopla.
—Carmen, no eres la única. Mi marido también me compara con su madre. Que si el cocido de mamá era mejor, que si ella sí sabía organizarse… Al final he aprendido a pasar.
Pero yo no quiero pasar. Quiero que Luis entienda. Quiero que vea.
Esa noche decido hablar con él. Cuando los niños ya duermen y la casa está en silencio, me siento a su lado en el sofá.
—Luis, ¿puedo preguntarte algo? —mi voz es baja pero firme.
Él asiente sin apartar la vista del televisor.
—¿Alguna vez te has parado a pensar todo lo que hago cada día? ¿O solo ves lo que no hago?
Luis apaga la tele y me mira por fin.
—No es eso, Carmen… Solo digo que podríamos comer mejor si te organizaras distinto.
—¿Y por qué tengo que ser yo siempre la que se organiza? ¿Por qué no cocinas tú algún día? ¿Por qué no ayudas más en casa?
Luis se queda callado. Por primera vez parece incómodo.
—No sé cocinar como tú…
—Pues aprende —le corto—. Igual que yo aprendí cuando nos casamos porque nadie me enseñó tampoco.
El silencio vuelve a instalarse entre nosotros, pero esta vez es diferente. Hay algo nuevo: una verdad incómoda flotando en el aire.
Los días siguientes son raros. Luis está más callado, pero una tarde llega antes del trabajo con una bolsa del supermercado.
—Hoy cocino yo —dice sin mirarme.
Le observo mientras busca una receta en el móvil y pela patatas torpemente. Los niños se ríen de sus torpezas y yo también acabo riendo. La cena es un desastre —el pescado está seco y las patatas crudas— pero nadie se queja. Por primera vez en mucho tiempo cenamos juntos sin reproches.
Esa noche Luis me abraza antes de dormir.
—Lo siento —susurra—. No sabía lo difícil que era llegar a todo.
No le respondo. Solo le abrazo fuerte y lloro en silencio, pero esta vez son lágrimas de alivio.
A veces pienso en Lucía y su arroz negro. Quizá algún día le pida la receta. Pero hoy prefiero disfrutar de este momento: mi familia riendo junta alrededor de una cena imperfecta pero nuestra.
¿De verdad merece la pena medirnos siempre con los demás? ¿Cuántas veces dejamos de ver lo bueno por fijarnos solo en lo que falta? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez invisibles en vuestra propia casa?