El testamento de mi padre: entre el deber y la traición
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que se quede? —susurré, apretando el vaso de agua entre las manos temblorosas, mientras escuchaba la tos seca de mi padre desde el dormitorio. La casa olía a medicinas y a sopa de cocido, ese olor denso que se pega a las cortinas y a la memoria. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso antiguo en Salamanca, y yo sentía que cada gota era un reproche.
Mi hermano Tomás hacía meses que no venía. Desde que se fue a Barcelona a montar su estudio de arquitectura, apenas llamaba. «Papá está bien contigo, Lucía. Eres la mejor para esto», me decía por teléfono con esa voz suya tan segura, tan lejana. Pero yo no era la mejor. Solo era la que se quedó porque alguien tenía que hacerlo.
A veces, cuando le cambiaba las sábanas a mi padre o le daba de comer puré con paciencia infinita, pensaba en cómo habría sido mi vida si me hubiera atrevido a marcharme también. Pero nunca fui valiente. O tal vez fui demasiado responsable. Aquí, en España, las hijas aún cargamos con ese deber invisible: cuidar de los padres hasta el final, aunque eso signifique renunciar a todo lo demás.
—Lucía, ven un momento —me llamó mi padre una tarde de enero, con la voz más débil que nunca.
Entré en la habitación y me senté a su lado. Sus ojos, antes tan vivos, ahora eran dos pozos grises llenos de arrepentimiento y miedo.
—¿Qué pasa, papá?
—Quiero pedirte perdón —dijo, y sentí un nudo en la garganta—. No he sido justo contigo ni con tu hermano. Pero tú… tú has estado aquí siempre.
Le cogí la mano y sentí su piel fría y fina como papel. No dije nada. ¿Qué podía decir? El perdón no cambia los años perdidos ni las oportunidades sacrificadas.
Cuando murió dos semanas después, el vacío fue absoluto. El funeral fue pequeño; Tomás llegó justo a tiempo para la misa y se marchó antes del café. Me quedé sola recogiendo las flores marchitas y los silencios incómodos de los vecinos.
El notario nos citó un martes por la mañana para leer el testamento. Yo estaba convencida de que el piso sería para mí. Era lo justo: había renunciado a mi trabajo como profesora para cuidar de papá, había dejado pasar amores y amistades por estar siempre disponible. Ese piso era mi refugio y mi condena.
Pero cuando el notario leyó el documento, sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies:
«Dejo el piso de Salamanca a mi hijo Tomás y lego a mi hija Lucía una cantidad equivalente al valor de mis ahorros en la cuenta bancaria».
No entendí nada. Miré a Tomás, que bajó la mirada. El notario siguió hablando, pero yo solo oía un zumbido sordo en los oídos. ¿Cómo podía ser? ¿Después de todo lo que había hecho?
—Lo siento, Lucía —musitó Tomás al salir del despacho—. Papá me lo dijo hace tiempo… Quería que yo tuviera algo seguro para mi familia.
—¿Y yo? —le espeté—. ¿No soy familia? ¿No he dado ya suficiente?
Tomás no supo qué decir. Se encogió de hombros y se fue deprisa, como si le quemara estar cerca de mí.
Las semanas siguientes fueron una pesadilla. Cada rincón del piso me recordaba a mi padre: su bata colgada detrás de la puerta, sus libros de historia apilados en el salón, las fotos antiguas en blanco y negro sobre la cómoda. Pero ya no era mi casa. Tomás me pidió que buscara otro sitio antes del verano; necesitaba vender el piso para pagar la hipoteca de su nuevo hogar en Barcelona.
Intenté hablar con él varias veces, pedirle al menos quedarme hasta encontrar algo estable. Pero siempre tenía prisa o excusas: «Lo siento, Lucía, es complicado… Tengo dos niños pequeños… Tú eres fuerte, seguro que te apañas».
Mis amigas me decían que luchara por mis derechos, que impugnara el testamento si era necesario. Pero yo no quería más guerras familiares; ya había perdido demasiado.
Una tarde, mientras empaquetaba mis cosas en cajas de cartón del supermercado, encontré una carta de mi madre entre los libros viejos. Decía: «Cuida de tu hermano cuando yo no esté; él siempre será más frágil que tú». Me eché a llorar como una niña pequeña.
¿Era eso lo que todos veían en mí? ¿La fuerte? ¿La que aguanta todo sin romperse?
El día que entregué las llaves a Tomás fue gris y ventoso. Nos miramos sin saber qué decirnos. Él me abrazó torpemente y me dio un sobre con dinero: «Para ayudarte con el alquiler los primeros meses».
No lo abrí delante de él. Solo asentí y me marché sin mirar atrás.
Ahora vivo en un estudio pequeño cerca del río Tormes. Trabajo dando clases particulares y cuido de mí misma por primera vez en muchos años. A veces echo de menos aquella casa llena de recuerdos y sacrificios; otras veces agradezco haberme liberado al fin.
Pero cada noche me pregunto: ¿Mereció la pena tanto sacrificio? ¿O solo fui una prisionera del deber y las expectativas ajenas? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?