En la sombra de los vecinos: Un matrimonio al borde del abismo

—¿Has visto quién ha entrado en tu casa esta tarde?— La voz de Carmen, mi vecina del tercero, retumbó en mi cabeza como un trueno inesperado. Me detuve en seco en el portal, las bolsas de la compra colgando de mis manos temblorosas. Era jueves, y como cada jueves, había salido tarde del trabajo en la gestoría. Pero esa tarde no era como las demás: algo en el tono de Carmen me heló la sangre.

—¿Cómo dices?— pregunté, intentando sonar natural, aunque el corazón me latía tan fuerte que temí que se me notara.

—No quiero meterme donde no me llaman, Lucía, pero… he visto a Fernando entrar con una mujer. No era su hermana, ni su prima. Era… bueno, ya sabes cómo son esas cosas.— Carmen bajó la voz y me miró con lástima.

No respondí. Subí las escaleras como si cada peldaño pesara una tonelada. La puerta de casa estaba cerrada, todo parecía en orden. Pero yo ya no era la misma. Dejé las bolsas en la cocina y me senté en la mesa, mirando el reloj. Fernando llegaría en media hora. ¿Qué debía hacer? ¿Enfrentarle? ¿Esperar a tener pruebas? ¿O fingir que no había escuchado nada?

Mi mente voló a los últimos meses: Fernando distante, las cenas silenciosas, su móvil siempre boca abajo. ¿Había señales que yo no quise ver? Recordé la última vez que reímos juntos, un domingo en El Retiro, cuando todavía creía que éramos felices. ¿Cuándo se rompió todo?

El sonido de la llave en la cerradura me sacó de mis pensamientos. Fernando entró, dejó el abrigo y me miró con una sonrisa forzada.

—Hola, Lucía. ¿Qué tal el día?

Le observé fijamente. Noté un leve temblor en su voz, o quizá era mi imaginación.

—Bien —respondí—. ¿Y el tuyo?

—Lo de siempre —dijo mientras se servía un vaso de agua—. Mucho trabajo.

El silencio se hizo espeso entre nosotros. Quise gritarle, preguntarle quién era esa mujer, pero las palabras se me atragantaron en la garganta. En vez de eso, me levanté y fui al dormitorio. Cerré la puerta y apoyé la frente contra la madera fría.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba su respiración tranquila a mi lado y me preguntaba si alguna vez le había conocido de verdad. Al amanecer, decidí buscar respuestas. Revisé su móvil mientras él se duchaba: mensajes borrados, llamadas recientes a un número desconocido. El corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme en la cama para no desmayarme.

Cuando salió del baño, le miré directamente a los ojos.

—Fernando, ¿hay algo que quieras contarme?

Él frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé… —mi voz temblaba—. Últimamente te noto raro. Y ayer… los vecinos dicen que trajiste a alguien a casa.

Vi cómo se tensaba su mandíbula.

—¿Ahora vas a creer más a los vecinos que a tu marido?

—No es eso —susurré—. Solo quiero saber la verdad.

Se hizo un silencio largo y doloroso. Finalmente, Fernando suspiró y se sentó a mi lado.

—Lucía… no sé cómo hemos llegado hasta aquí. No ha pasado nada, te lo juro. Solo fue una compañera del trabajo que necesitaba dejar unos papeles antes de una reunión importante. No quería preocuparte por una tontería así.

Quise creerle. De verdad quise hacerlo. Pero algo dentro de mí se rompió esa mañana: la confianza ciega que siempre le tuve ya no estaba.

Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Los vecinos murmuraban en el portal; mi madre me llamaba cada noche para preguntarme si estaba bien; mi hermana Marta insistía en que debía ponerme firme y aclarar las cosas de una vez por todas.

Una tarde, mientras preparaba la cena, Marta apareció sin avisar.

—No puedes seguir así, Lucía —me dijo mientras pelaba patatas conmigo—. Si no confías en él, esto no tiene sentido.

—¿Y si estoy equivocada? ¿Y si todo es una paranoia mía?

Marta me abrazó fuerte.

—Entonces lo sabrás y podréis empezar de nuevo. Pero si no enfrentas esto, te vas a consumir por dentro.

Esa noche decidí hablar con Fernando con el corazón en la mano.

—Fernando —le dije mientras cenábamos—, necesito saber si aún quieres luchar por nosotros. No puedo vivir con esta duda constante.

Él dejó los cubiertos y me miró con ojos cansados.

—Lucía… yo también estoy perdido. Siento que nos hemos alejado tanto que ya no sé cómo volver a encontrarte.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas sin que pudiera evitarlo.

—¿Y qué hacemos ahora?

Fernando se levantó y me abrazó por primera vez en meses.

—No lo sé —susurró—. Pero quiero intentarlo… si tú también quieres.

Esa noche hablamos durante horas: de nuestros miedos, de lo que habíamos perdido y de lo que aún quedaba entre nosotros. No resolvimos todo, pero por primera vez sentí que había esperanza.

Hoy escribo estas líneas sin saber qué será de nuestro futuro. Quizá nunca recupere la confianza plena; quizá aprendamos a vivir con nuestras cicatrices. Pero al menos sé que tuve el valor de enfrentar mis miedos y buscar la verdad.

¿Vosotros habríais hecho lo mismo? ¿Es posible reconstruir un matrimonio después de perder la confianza? Me gustaría saber cómo lo veis vosotros.