Entre dos mujeres: Mi marido, su madre y yo

—¿Otra vez vas a comer con tu madre? —le pregunté a Álvaro, intentando que mi voz no temblara, aunque por dentro sentía que me rompía en mil pedazos.

Él ni siquiera levantó la mirada del móvil. —No seas exagerada, Lucía. Solo es un almuerzo, nada más.

Pero yo sabía que no era solo eso. Llevaba semanas notando cómo se escabullía de casa con cualquier excusa: que si tenía que pasar por la gestoría, que si iba a ver a su hermano, que si tenía que recoger algo del taller. Pero siempre volvía oliendo a cocido madrileño y con esa sonrisa satisfecha que solo le veía después de pasar tiempo con su madre, Carmen.

La primera vez que lo descubrí fue por casualidad. Salí antes del trabajo y pasé por la plaza Mayor para comprar pan. Allí estaba él, sentado en la terraza del bar de siempre, riendo con Carmen como si el mundo fuera perfecto. Me quedé paralizada, con la bolsa de pan apretada contra el pecho. No me vio. No quise acercarme. Me sentí invisible.

Esa noche no pude dormir. Me revolvía en la cama mientras Álvaro roncaba a mi lado, ajeno a mi tormento. ¿Por qué me dolía tanto? ¿Era celos? ¿Era miedo? ¿O simplemente sentía que nunca podría competir con ella?

Mi suegra siempre fue una presencia imponente en nuestra vida. Desde el primer día, Carmen dejó claro que nadie cuidaría de su hijo como ella. Al principio pensé que era cosa de madres, pero con el tiempo empecé a notar cómo sus palabras se colaban entre nosotros como cuchillos afilados.

—Lucía, cariño, ¿no crees que Álvaro está más delgado desde que vivís juntos? —me soltó una tarde mientras preparábamos la cena en su cocina.

—No lo creo, Carmen. Come bien y yo intento variar los menús —respondí forzando una sonrisa.

Ella me miró de arriba abajo y suspiró. —Bueno, ya sabes que los hombres son muy delicados para la comida…

Esa noche discutimos. Álvaro me pidió que no le diera importancia, pero yo sentía cómo cada comentario de su madre era una grieta más en nuestra relación.

Con el tiempo, empecé a obsesionarme. Revisaba su móvil cuando él se duchaba, buscaba pistas en sus mensajes de WhatsApp. Todo era inocente: “¿Vienes mañana?”, “Te guardo tu postre favorito”, “No le digas nada a Lucía, que se pone celosa”.

Celosa. Esa palabra me perseguía como un fantasma. Me sentía ridícula, pero no podía evitarlo. Empecé a soñar con Carmen sentada en nuestra mesa, ocupando mi sitio, sirviéndole el plato a Álvaro mientras yo miraba desde la puerta, incapaz de entrar.

Un domingo por la tarde, después de otra comida familiar tensa en casa de mis suegros, exploté.

—¿Por qué tienes que ir siempre con ella? ¿Por qué no puedes decirme la verdad? —le grité a Álvaro mientras recogía los platos.

Él me miró como si no entendiera nada. —Es mi madre, Lucía. ¿Qué quieres que haga? No puedo dejarla sola.

—¿Y yo? ¿No te importo yo? —las lágrimas me ardían en los ojos—. Siento que nunca voy a ser suficiente para ti.

Se hizo un silencio pesado. Álvaro dejó los cubiertos sobre la mesa y se frotó la cara con las manos.

—No es eso… Es solo que ella está sola desde que murió mi padre y…

—¡Pero yo también estoy sola! —le interrumpí—. Sola contigo en esta casa donde parece que siempre hay una tercera persona entre nosotros.

Esa noche dormimos espalda contra espalda. Al día siguiente, me fui temprano al trabajo sin despedirme.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Hablábamos lo justo y necesario. Yo evitaba ir a casa de Carmen y él seguía escapándose para verla. Empecé a preguntarme si todo esto tenía sentido, si merecía la pena seguir luchando por alguien que parecía no querer elegir.

Un viernes por la tarde, mi amiga Marta me invitó a tomar algo después del trabajo.

—Tienes que hablar con él —me dijo mientras removía su café—. No puedes seguir así, Lucía. O pones límites o esto te va a destrozar.

Tenía razón. Esa noche esperé a Álvaro sentada en el sofá, con las luces apagadas y el corazón encogido.

—Tenemos que hablar —le dije nada más entrar.

Él suspiró y se sentó frente a mí.

—No puedo seguir compitiendo con tu madre —empecé—. Entiendo que la quieras y la cuides, pero yo también necesito sentirme importante para ti. Necesito saber que nuestra vida juntos es tu prioridad.

Álvaro bajó la mirada. Por primera vez le vi vulnerable, pequeño.

—No sabía que te hacía tanto daño… —murmuró—. Solo quería evitar problemas entre vosotras.

—El problema es que ya los hay —respondí—. Y si no ponemos límites ahora, esto nos va a romper.

Nos quedamos en silencio mucho rato. Al final, él asintió despacio.

—Tienes razón. Hablaré con ella. Pero prométeme que intentarás entenderla también… Está muy sola desde lo de mi padre.

Asentí, aunque por dentro sentía miedo de no ser capaz de perdonar del todo.

Esa noche dormimos abrazados por primera vez en meses. No sé si todo cambiará de verdad o si solo es un parche temporal, pero al menos sentí que había recuperado un poco de dignidad y esperanza.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el amor de un hombre y la sombra de su madre? ¿Dónde está el límite entre cuidar a los tuyos y olvidarte de ti misma?