Entre el amor y la culpa: El día que elegí a mi nuera
—Mamá, no tienes derecho a echarme de mi propia casa —me gritó Sergio, con los ojos enrojecidos y la voz rota por la rabia y el alcohol.
Yo estaba temblando. A mi lado, Lucía sujetaba a la pequeña Alba, que no paraba de llorar. La tensión en el salón era tan densa que apenas podía respirar. Afuera llovía con fuerza, como si el cielo quisiera acompañar nuestro dolor. No era la primera vez que Sergio llegaba tarde, ni la primera vez que discutíamos, pero sí era la primera vez que veía miedo en los ojos de Lucía. Y eso lo cambió todo.
—Sergio, por favor, vete esta noche. Necesitamos tranquilidad —le pedí, con la voz más firme de la que fui capaz.
Él me miró como si no me reconociera. Durante un segundo, vi al niño que crié sola tras la muerte de su padre, el niño que dormía abrazado a mí cuando tenía pesadillas. Pero ese niño ya no estaba. En su lugar había un hombre perdido, herido por la vida y por sus propias decisiones.
—¿Me estás eligiendo a ella antes que a mí? —susurró, casi sin voz.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que no era cuestión de elegir, sino de proteger? ¿Cómo decirle que el amor de madre no es ciego ante el dolor ajeno?
Sergio salió dando un portazo. El eco retumbó en mi pecho durante horas. Lucía se desplomó en el sofá y rompió a llorar. Alba se quedó dormida entre mis brazos, ajena al drama de los adultos.
Esa noche no dormí. Me senté en la cocina, con una taza de café frío entre las manos, repasando cada momento de los últimos años. Desde que Sergio perdió el trabajo en la fábrica y empezó a beber más de la cuenta, todo había ido cuesta abajo. Al principio pensé que era una mala racha, que el tiempo lo curaría todo. Pero las discusiones se hicieron más frecuentes y los gritos más fuertes.
Lucía siempre intentó proteger a Alba. Yo la veía esconderse en su habitación cuando Sergio llegaba tarde y olía a whisky barato. Un día encontré a Lucía llorando en el baño, con un moratón en el brazo. Me dijo que había sido un accidente, pero yo ya no podía engañarme.
En el barrio todos sabían algo, pero nadie decía nada. «Son cosas de familia», decían las vecinas en la panadería. Pero yo no podía mirar hacia otro lado. No después de ver el miedo en los ojos de mi nieta.
Al día siguiente, Sergio volvió a casa para recoger sus cosas. No cruzamos palabra. Lucía se encerró en la habitación con Alba y yo me quedé sentada en el pasillo, escuchando cómo arrastraba su maleta por el suelo. Cuando se fue, sentí un alivio amargo.
Los días siguientes fueron un infierno de dudas y remordimientos. Mi hermana Carmen me llamó para decirme que había hecho lo correcto.
—No podías permitir esa situación, Ana —me dijo—. Piensa en Alba.
Pero mi madre, desde su residencia en León, fue menos comprensiva.
—Un hijo es un hijo —me reprochó—. Pase lo que pase.
¿De verdad una madre debe perdonarlo todo? ¿Incluso cuando ese hijo se convierte en amenaza para los suyos?
Lucía intentó marcharse varias veces, pero yo le insistí en que se quedara hasta encontrar trabajo y un piso propio. Empezó a limpiar casas por horas y poco a poco fue recuperando la sonrisa. Alba volvió a jugar en el parque sin miedo.
Pero Sergio no me perdona. Me llama de vez en cuando para insultarme o suplicarme que le deje volver. Dice que le he traicionado, que soy una mala madre. Yo escucho sus palabras como puñales y cuelgo temblando.
A veces sueño con él de pequeño, cuando íbamos juntos al Retiro a dar de comer a los patos o cuando le preparaba bocadillos de chorizo para el recreo. Me pregunto en qué momento se torció todo. ¿Fue culpa mía? ¿Debí haberle ayudado más? ¿O fui demasiado blanda cuando empezó a beber?
El otro día Alba me abrazó fuerte y me dijo:
—Abuela, ya no tengo miedo por las noches.
Lloré como no lloraba desde hacía años.
En el barrio algunos me miran con lástima; otros con desprecio. «Echar a tu propio hijo…», murmuran. Pero nadie estuvo aquí esas noches interminables de gritos y golpes contra la pared.
Lucía me agradece cada día mi apoyo, pero yo sigo sintiendo un vacío enorme donde antes estaba mi hijo. No sé si algún día podré perdonarme del todo.
Ahora la casa está más tranquila, pero también más fría. Echo de menos las risas de Sergio cuando era niño, pero sé que hice lo correcto al proteger a Lucía y Alba.
¿Puede una madre dejar de serlo por proteger a los demás? ¿O es precisamente eso lo que significa ser madre? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?