Entre el amor y la lealtad: la noche que cambió mi familia

—¿Por qué siempre tiene que ser así, Luis? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el móvil temblando.

Luis me miró desde el sofá, los ojos fríos, el ceño fruncido. —No es justo que siempre pongas a tu familia por delante de nosotros. Ya está bien, Lucía. Si quieres que ayude a Marta, tienes que aceptar lo que te he pedido.

La voz de mi hermana aún resonaba en mi cabeza. «Por favor, Lucía, no tengo a quién más llamar. Me han echado del piso y no sé dónde ir esta noche.» El miedo y la desesperación de Marta eran tan reales como el nudo en mi estómago. Pero la condición de Luis era clara: solo la dejaría quedarse en casa si yo aceptaba vender el coche que heredé de mi padre, ese Seat 600 azul que era mi último recuerdo de él.

Me senté en la cocina, las manos en la cabeza. ¿Cómo podía elegir? Marta y yo habíamos crecido juntas en un piso pequeño de Vallecas, compartiendo secretos y miedos bajo las mantas mientras nuestros padres discutían en el salón. Cuando papá murió, ese coche fue lo único que nos quedó de él. Pero ahora mi hermana estaba sola en la calle y mi marido me chantajeaba con lo más sagrado.

—¿De verdad vas a dejarla ahí fuera? —susurré, casi sin voz.

Luis no respondió. Encendió la tele y subió el volumen. El sonido del telediario llenó el silencio incómodo de nuestra casa.

Recordé la última vez que Marta vino a casa. Luis se había quejado de su desorden, de sus problemas con el trabajo, de cómo siempre parecía traer mala suerte. «Tu hermana es un imán para los problemas», solía decirme. Yo siempre defendía a Marta, pero esta vez la situación era distinta. Había perdido su empleo en una tienda del centro y su casero no le había dado ni una semana para marcharse.

Cogí el móvil y marqué su número.

—Marta, ven. Quédate aquí esta noche —le dije, tragando saliva—. Pero hay una condición…

Ella llegó media hora después, con una mochila y los ojos hinchados de llorar. Luis ni siquiera se levantó del sofá cuando entró. Yo le preparé una taza de té y nos sentamos en la cocina.

—¿Qué pasa? —preguntó Marta, notando mi tensión.

Le expliqué lo del coche. Su cara se descompuso.

—No puedes hacer eso, Lucía. Es lo único que te queda de papá…

—Pero no puedo dejarte en la calle —le respondí, sintiendo las lágrimas quemar mis mejillas.

Marta se levantó y fue al salón.

—Luis, ¿de verdad vas a obligar a tu mujer a vender el coche de su padre solo para ayudarme una noche? ¿No tienes corazón?

Luis bajó el volumen de la tele y la miró con desprecio.

—Estoy harto de cargar con tus problemas. Si quieres quedarte aquí, Lucía tiene que cumplir su parte. No pienso discutirlo más.

La tensión era insoportable. Marta volvió a la cocina y me abrazó fuerte.

—Me voy —susurró—. No quiero ser la causa de esto.

Intenté detenerla, pero ella se soltó y salió corriendo por la puerta. Me quedé sola en la cocina, escuchando el eco de sus pasos por la escalera.

Esa noche no dormí. Miré el coche desde la ventana, recordando los veranos en Asturias con papá al volante, las risas y las canciones desafinadas. Pensé en Marta durmiendo en un portal o en casa de alguna amiga, sintiéndose sola y traicionada por mí.

A la mañana siguiente, enfrenté a Luis.

—No puedo seguir así —le dije—. No puedo elegir entre mi hermana y tu orgullo. Si esto es un matrimonio, no quiero vivirlo así.

Luis me miró sorprendido, como si no esperara que yo tuviera fuerzas para plantarme.

—Haz lo que quieras —dijo al final—. Pero si Marta vuelve a cruzar esa puerta sin que vendas ese coche, me voy yo.

Me sentí rota por dentro. Llamé a mi madre para pedir consejo. Ella lloró conmigo al teléfono.

—Hija, tu padre estaría orgulloso de ti por cuidar de tu hermana —me dijo—. Pero también tienes que pensar en tu vida…

Pasaron los días y Marta no volvió a llamar. Luis seguía distante, casi ausente. Yo iba al trabajo como un fantasma y volvía a casa solo para encontrar más silencio.

Una tarde recibí un mensaje de Marta: «He encontrado un sitio donde quedarme unos días. No te preocupes por mí. Te quiero».

Lloré desconsoladamente. Sentí que había fallado como hermana y como hija. El coche seguía aparcado bajo mi ventana, pero ya no me traía consuelo sino culpa.

Hoy escribo esto porque no sé qué hacer. ¿Debería haber vendido el coche para ayudar a Marta? ¿O hice bien en respetar el último recuerdo de papá? ¿Cómo se sigue adelante cuando tienes que elegir entre dos amores tan distintos?

A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por los nuestros? ¿Y cuándo deja de ser amor para convertirse en chantaje?