Entre el amor y la locura: una madre en busca de su nieta
—¡Mamá, basta ya! No puedes seguir viniendo así, sin avisar, gritando por el portal. Martina se asusta. Y yo… yo ya no sé qué hacer contigo.
La voz de Lucía retumbó en el descansillo, tan fría y cortante como el viento de enero que se colaba por la puerta entreabierta. Yo me quedé allí, con las manos temblorosas aferradas a la bufanda, sintiendo cómo el corazón se me encogía. ¿En qué momento mi hija empezó a mirarme con ese miedo en los ojos? ¿Cuándo pasé de ser su refugio a convertirme en una amenaza?
—Solo quería ver a Martina —susurré, casi sin voz—. Hace semanas que no me dejas verla. ¿Qué te he hecho, Lucía? ¿Por qué me castigas así?
Ella bajó la mirada, apretando los labios. Detrás de su silueta, vi la cabecita rubia de mi nieta asomando tímidamente desde el pasillo. Martina tenía solo cinco años y era mi alegría, mi razón para levantarme cada mañana desde que me jubilé del colegio donde fui maestra durante treinta años en Alcalá de Henares. Pero desde hace unos meses, Lucía me había ido apartando poco a poco. Todo empezó con aquel episodio en el parque, cuando confundí a una niña con Martina y la abracé llorando. Desde entonces, mi hija empezó a decir que no estaba bien, que necesitaba ayuda.
—No es castigo, mamá —dijo Lucía, con voz cansada—. Es por tu bien… y por el de Martina. No puedes seguir negando lo que pasa. Ayer llamaste al colegio preguntando por mí como si tuvieras veinte años menos. Y la semana pasada…
—¡La semana pasada solo olvidé las llaves! —interrumpí, sintiendo cómo me ardían las mejillas—. ¿Acaso nunca te has despistado tú?
Lucía suspiró y cerró la puerta tras de sí para que Martina no escuchara más. Bajó la voz:
—Mamá, tienes lagunas. A veces no recuerdas cosas importantes. Te confundes de día, de personas… Me da miedo dejarte sola con Martina. No quiero que le pase nada.
Me quedé muda. Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. ¿Cómo podía pensar eso de mí? Yo, que la crié sola desde que su padre nos dejó por otra mujer cuando ella tenía apenas ocho años. Yo, que trabajé doble turno para que nunca le faltara nada. ¿Ahora era un peligro para mi propia nieta?
Esa noche volví a casa arrastrando los pies por las calles mojadas de Alcalá. El eco de las palabras de Lucía me perseguía como un fantasma: «lagunas», «miedo», «no quiero que le pase nada». Me senté en el sofá y miré las fotos familiares: Lucía con trenzas en su primer día de colegio; Martina recién nacida en mis brazos; las tres juntas en la playa de Benidorm el verano pasado, antes de que todo se torciera.
No dormí apenas. Al amanecer, llamé a mi amiga Carmen.
—¿Tú crees que estoy perdiendo la cabeza? —le pregunté entre sollozos.
Carmen suspiró al otro lado del teléfono:
—Mercedes, todos nos despistamos a veces. Pero si Lucía está tan preocupada… Quizá deberías ir al médico, solo para quedarte tranquila.
Me resistía a aceptar esa posibilidad. Pero el miedo empezó a calarme los huesos: ¿y si tenía razón? ¿Y si algo dentro de mí se estaba rompiendo sin que yo pudiera evitarlo?
A la semana siguiente fui al centro de salud. El doctor Gutiérrez me hizo preguntas, pruebas sencillas: recordar palabras, dibujar un reloj, contar hacia atrás desde cien. Me sentí como una niña pequeña bajo examen.
—Mercedes —me dijo al final—, tienes algunos despistes propios de la edad, pero nada alarmante por ahora. Sin embargo, sería bueno hacer un seguimiento y quizá hablar con alguien sobre cómo te sientes.
Salí del centro con sentimientos encontrados: alivio porque no era tan grave como temía; tristeza porque mi hija seguía sin confiar en mí.
Intenté hablar con Lucía varias veces más. Le llevé flores al trabajo; le escribí cartas pidiéndole perdón si alguna vez le hice daño sin querer; le mandé mensajes recordándole lo mucho que la quiero. Pero ella seguía firme:
—Mamá, hasta que no vea que te cuidas y sigues las indicaciones del médico, no puedo dejarte sola con Martina.
Me sentí atrapada en un laberinto sin salida. Empecé a dudar de mí misma: ¿y si realmente era un peligro? ¿Y si algún día olvidaba a Martina en el parque o cruzaba mal una calle?
Un domingo por la tarde, mientras paseaba sola por el Retiro —como hacíamos cuando Lucía era pequeña— vi a una abuela jugando con su nieto al escondite entre los árboles. Me senté en un banco y rompí a llorar. Una señora mayor se acercó y me preguntó si necesitaba ayuda.
—Solo echo de menos a mi nieta —le dije—. Mi hija piensa que estoy loca.
La señora me sonrió con ternura:
—A veces los hijos se asustan cuando ven que sus padres envejecen. Pero también hay que luchar por lo que uno ama.
Aquella noche decidí escribirle una carta sincera a Lucía:
«Hija,
Sé que tienes miedo y yo también lo tengo. No quiero ser una carga para ti ni para Martina. Pero tampoco quiero perderos. Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta: ir al médico, aceptar ayuda… Solo te pido una oportunidad para demostrarte que sigo siendo tu madre y la abuela de tu hija.
Te quiero más que a nada en este mundo.
Mamá»
Pasaron días sin respuesta. Empecé terapia con una psicóloga del centro de salud y poco a poco fui aceptando mis miedos y mis límites. Aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos madre o menos mujer.
Un viernes por la tarde sonó el timbre. Era Lucía, con Martina cogida de la mano.
—He leído tu carta —dijo Lucía, con lágrimas en los ojos—. Si quieres, podemos ir juntas al médico la próxima vez… Y hoy puedes quedarte un rato con Martina mientras yo hago unas compras.
Martina corrió hacia mí y me abrazó fuerte.
Sentí que el mundo volvía a tener sentido.
Ahora sé que pedir ayuda no es rendirse ni volverse loca: es amar tanto que una está dispuesta a aprender a ser madre y abuela de nuevo.
¿Quién decide cuándo una madre deja de ser necesaria? ¿Hasta dónde llega el amor antes de romperse? ¿Vosotros habéis vivido algo parecido?