Entre el amor y la sangre: Cuando mi madre casi destruye mi matrimonio
—¿Otra vez has dejado la ropa sin doblar, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan afilada como siempre. Era domingo por la tarde y, como cada semana, ella había venido a «ayudar» en casa. Álvaro, mi marido, estaba en el salón, fingiendo leer el periódico, pero yo sabía que escuchaba cada palabra.
Me quedé paralizada, con el cesto de la ropa en las manos. Sentí la mirada de Álvaro sobre mí, esa mezcla de resignación y fastidio que últimamente era tan habitual. No dije nada. ¿Para qué? Si respondía, mi madre se ofendía; si callaba, Álvaro pensaba que le daba la razón.
Así era mi vida desde que me casé hace cinco años. Mi madre, Carmen, nunca aceptó del todo a Álvaro. «No es lo suficientemente trabajador», decía. «No sabe cuidar de ti como yo lo haría». Y yo, atrapada entre dos amores imposibles de reconciliar, aprendí a callar.
Pero aquel domingo fue diferente. Cuando mi madre se marchó, Álvaro cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se giró hacia mí:
—¿Hasta cuándo vas a permitir esto, Lucía? ¿Hasta cuándo vas a dejar que tu madre decida en nuestra casa?
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle que lo entendía, que yo también estaba harta, pero las palabras no salían. Me limité a recoger los cojines del sofá mientras él subía las escaleras sin mirarme.
Esa noche apenas dormí. Recordé todas las veces que mi madre había criticado nuestra forma de vivir: el color de las cortinas, la marca del aceite de oliva, incluso la manera en que doblábamos las toallas. Recordé también cómo Álvaro había empezado a llegar más tarde del trabajo, cómo nuestras conversaciones se habían vuelto monótonas y llenas de silencios incómodos.
Al día siguiente, mientras preparaba el café, mi móvil vibró. Era un mensaje de mi hermana Marta: «¿Has hablado ya con mamá? Dice que Álvaro no te deja ni respirar». Sentí un escalofrío. ¿De dónde sacaba esas ideas?
Decidí llamarla. Mi madre contestó al segundo timbre:
—¿Qué pasa ahora? ¿Te ha hecho algo ese hombre?
—Mamá, por favor… —intenté sonar firme—. No puedes ir diciendo esas cosas. Álvaro no me hace nada.
—¡Ay, hija! Si yo no me meto es porque no quiero verte sufrir. Pero tú no eres feliz con él, se te nota en la cara.
Colgué antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Me senté en la cocina y rompí a llorar. ¿De verdad pensaba eso de mí? ¿O era ella quien necesitaba sentir que yo dependía de su protección?
Esa semana fue un infierno. Mi madre llamó cada día para preguntar si necesitaba algo; Marta me enviaba mensajes preocupados; Álvaro apenas me dirigía la palabra. Una noche, después de cenar en silencio, me armé de valor:
—Álvaro, tenemos que hablar.
Él dejó el tenedor y me miró con cansancio:
—¿Sobre qué? ¿Sobre tu madre? ¿Sobre cómo está destrozando nuestro matrimonio?
—No quiero perderte —le susurré—. Pero tampoco sé cómo enfrentarme a ella.
Por primera vez en meses vi lágrimas en sus ojos:
—Lucía, yo tampoco quiero perderte. Pero si esto sigue así… no sé cuánto más podré aguantar.
Aquella noche dormimos abrazados, como hacía tiempo que no ocurría. Pero el miedo seguía ahí, agazapado entre las sábanas.
Al día siguiente tomé una decisión: tenía que hablar con mi madre cara a cara. Fui a su casa en Chamberí y la encontré viendo Sálvame en bata.
—Mamá, tenemos que hablar —dije sin rodeos.
Ella me miró sorprendida:
—¿Qué pasa ahora?
Me senté frente a ella y respiré hondo:
—Tienes que dejar de meterte en mi vida y en mi matrimonio. Te quiero mucho, pero tu forma de protegerme me está haciendo daño… y está destrozando mi relación con Álvaro.
Vi cómo su expresión cambiaba del enfado al desconcierto y luego al dolor.
—¿Eso te ha dicho él? —preguntó con voz temblorosa.
—No —respondí—. Lo siento yo cada día.
Durante unos segundos hubo un silencio espeso entre nosotras. Finalmente, mi madre se levantó y fue a la cocina sin decir nada más. Me quedé sola en el salón, sintiendo que acababa de romper algo irremediablemente frágil.
Desde entonces apenas hablamos. Marta intenta mediar, pero yo no puedo evitar sentirme traicionada por mi propia madre. Álvaro y yo estamos reconstruyendo poco a poco lo nuestro: salimos a pasear por El Retiro los domingos y volvemos a reírnos juntos viendo series españolas por las noches.
Pero hay una herida abierta entre mi madre y yo que no sé si algún día sanará. A veces me pregunto si hice lo correcto o si debería haber soportado un poco más por mantener la paz familiar.
¿Hasta qué punto debemos permitir que nuestros padres influyan en nuestra vida adulta? ¿Es posible quererlos sin dejar que nos hagan daño? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?