Entre el ruido y el silencio: La historia de un hijo atrapado
—Mamá, ¿puedo ir a quedarme contigo unos días?— La voz de Santiago llegaba entrecortada, como si cada palabra le costara un esfuerzo enorme. Yo apreté el teléfono contra mi oído, sintiendo que el corazón se me encogía. —Claro, hijo, aquí tienes tu casa. ¿Qué pasa?— pregunté, aunque ya intuía que algo no andaba bien desde hacía semanas.
Santiago siempre fue un muchacho tranquilo, estudioso, de esos que prefieren una tarde de mate y libros antes que una noche de fiesta. Cuando conoció a Camila, todos nos alegramos. Era simpática, risueña, con esa energía contagiosa que parecía iluminar cualquier reunión familiar. Pero después de la boda, algo cambió. Camila empezó a traer amigas a la casa casi todos los días. Risas, música a todo volumen, botellas vacías en la mesa y el olor persistente del cigarro llenando el aire. Santiago intentaba trabajar desde su cuarto, pero el bullicio era insoportable.
—No puedo concentrarme, mamá. No puedo ni dormir bien— me confesó esa noche, con la voz quebrada. —Le he pedido a Camila que baje el volumen, que respete mi espacio… pero se burla de mí delante de sus amigas. Dice que soy un amargado.
Yo sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser que mi hijo, tan noble y trabajador, estuviera viviendo así? Recordé cuando era niño y se tapaba los oídos durante las tormentas porque le asustaban los truenos. Ahora, los truenos venían de su propia sala.
Al día siguiente, Santiago llegó a casa con una mochila y los ojos hinchados. No quise preguntarle mucho; solo lo abracé fuerte y le preparé su comida favorita: milanesas con puré. Mientras comíamos en silencio, sentí que algo dentro de él se había roto.
—¿Y Camila?— pregunté con cautela.
—No le importó que me fuera. Dijo que si no me gustaba, podía irme a vivir con mi mamá— respondió él, bajando la mirada.
Me dolió escuchar eso. Siempre pensé que el matrimonio era cosa de dos, que había que apoyarse en las buenas y en las malas. Pero ¿qué pasa cuando uno solo pone todo el esfuerzo y el otro solo piensa en divertirse?
Los días pasaron y Santiago empezó a recuperar la calma. Salía a caminar por el parque, ayudaba en la casa y hasta volvió a reírse con las bromas de su hermana menor, Lucía. Pero cada vez que sonaba su celular y veía el nombre de Camila en la pantalla, su rostro se ensombrecía.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Santiago hablando por teléfono en el patio.
—Camila, no es justo… Yo también tengo derecho a descansar… No, no quiero pelear… Sí, te quiero, pero así no puedo más…
La conversación terminó con un portazo invisible y un suspiro largo. Cuando entró a la cocina, lo vi derrotado.
—¿Por qué no te separás?— me atreví a preguntar.
Santiago se quedó callado un momento. —Porque todavía la amo… Y porque me da miedo lo que dirán los demás. En la oficina todos creen que somos la pareja perfecta. Y vos sabés cómo es la familia de Camila… Si me voy, van a decir que soy un inútil, un cobarde.
Me senté a su lado y le tomé la mano. —Hijo, nadie vive tu vida más que vos. No podés sacrificar tu paz por miedo al qué dirán.
Pero yo también sabía lo difícil que era eso en nuestra ciudad. En Córdoba todos se conocen; los chismes vuelan más rápido que el viento zonda. Una separación es casi un escándalo familiar.
Esa noche recibí un mensaje de Camila: “¿Podés decirle a Santi que vuelva? Se está haciendo la víctima”. Sentí una rabia sorda. ¿Cómo podía minimizar así el sufrimiento de mi hijo?
Al día siguiente vino la suegra de Santiago a buscarlo. Entró sin saludar siquiera y fue directo al grano:
—Teresa, vos siempre lo sobreprotegiste demasiado. Por eso ahora no sabe enfrentar los problemas como un hombre— dijo con ese tono altanero que siempre usó conmigo.
—Mi hijo está sufriendo porque no puede vivir en paz en su propia casa— respondí firme.
—¡Ay, por favor! Son cosas de jóvenes. Que se aguante un poco. Camila también tiene derecho a divertirse— replicó ella.
La discusión subió de tono hasta que Santiago apareció y pidió que paráramos.
—No quiero pelear más. Solo quiero estar tranquilo— dijo él, casi suplicando.
Esa noche no pude dormir pensando en todo lo que estaba pasando. ¿En qué momento dejamos de escuchar a nuestros hijos? ¿Por qué siempre minimizamos sus dolores solo porque son hombres? En nuestra cultura todavía pesa esa idea absurda de que los varones no pueden mostrar debilidad, que tienen que aguantar todo en silencio.
Los días pasaron y Santiago empezó terapia online con una psicóloga recomendada por Lucía. Poco a poco fue entendiendo que tenía derecho a poner límites, a pedir respeto y a buscar su bienestar antes que nada.
Un domingo cualquiera, mientras tomábamos mate bajo la parra del patio, Santiago me miró con lágrimas en los ojos.
—Gracias por dejarme volver, mamá. No sé qué habría hecho sin vos.
Lo abracé fuerte y sentí una mezcla de alivio y tristeza. Porque aunque mi hijo estaba mejorando, sabía que muchas madres como yo vivían historias parecidas en silencio.
Hoy Santiago está buscando un departamento para mudarse solo. Camila sigue con sus fiestas y sus amigas; él ya no espera que cambie. Aprendió a priorizarse y a dejar atrás el miedo al qué dirán.
A veces me pregunto: ¿Cuántos hijos más estarán sufriendo en silencio por miedo al juicio ajeno? ¿Cuándo aprenderemos a escuchar sin juzgar?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el deber de una madre cuando ve sufrir a su hijo?