Entre Fuegos Artificiales y Silencios: Un Año Nuevo en Disputa
—¿Otra vez lo mismo, Julián? —mi voz tembló, ahogada por el bullicio de la calle, donde los vecinos ya lanzaban cohetes y gritaban con la euforia típica del 31 de diciembre en Medellín.
Julián ni siquiera volteó a mirarme. Estaba pegado al teléfono, organizando el grupo de WhatsApp: “¡Fiestón en la casa de los Ramírez! Traigan lo que quieran, aquí hay aguardiente y música hasta el amanecer”.
Me apoyé en la ventana, sintiendo el aire tibio y húmedo de la ciudad. Miré las luces titilantes de los edificios y pensé en lo mucho que había cambiado mi vida desde que me casé con Julián hace siete años. Antes, yo era la que bailaba hasta el amanecer, la que reía más fuerte. Pero este año… este año era distinto.
—No quiero una fiesta grande, Julián —repetí, esta vez más suave, casi como un ruego—. ¿No podemos pasarla solo nosotros dos? O con mi mamá… sabes que está delicada.
Él soltó un bufido y dejó el teléfono sobre la mesa.
—¿Otra vez con lo mismo, Lucía? ¡Es Año Nuevo! La gente quiere celebrar, bailar, olvidarse de los problemas. ¿Por qué siempre tienes que ser la aguafiestas?
Sentí el golpe de sus palabras como una bofetada. No era la primera vez que me llamaba así. Pero esta vez dolía más. Quizás porque este año no tenía fuerzas para fingir alegría. Mi madre había estado enferma todo diciembre, y mi hermana menor, Valeria, seguía sin trabajo desde que la fábrica cerró. El dinero apenas alcanzaba para los gastos básicos y yo sentía una presión en el pecho cada vez que pensaba en el futuro.
—No es por ser aguafiestas —le respondí—. Es que… no sé, Julián. Siento que necesitamos estar juntos, hablar. Este año ha sido duro para todos. No quiero fingir que todo está bien solo porque hay música y licor.
Él me miró por fin, pero sus ojos estaban llenos de impaciencia.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que cancele todo? Ya invité a medio barrio. Además, tu mamá siempre termina dormida antes de las doce y tu hermana ni siquiera quiere venir porque dice que no tiene ropa decente para una fiesta.
Me mordí los labios para no llorar. Pensé en mi padre, que siempre decía que las fiestas eran para unir a la familia, no para separarla. Pero aquí estábamos, cada uno en una esquina de la casa, como dos extraños.
La tarde avanzó entre preparativos forzados. Julián trajo cajas de cerveza y botellas de ron barato. Yo cociné buñuelos y natilla porque era tradición, aunque nadie parecía apreciarlo ya. Mi madre llegó temprano, arrastrando los pies y con la mirada perdida. Valeria mandó un mensaje: “No voy a ir, Luci. No tengo ánimo para fiestas”.
A las ocho empezaron a llegar los invitados: amigos de Julián del trabajo, vecinos ruidosos, primos lejanos que solo aparecían para las celebraciones. La música retumbaba en las paredes y los niños corrían por toda la casa. Yo me refugié en la cocina con mi mamá.
—¿Estás bien, mija? —me preguntó ella mientras revolvía la natilla con manos temblorosas.
—No sé, mamá —le confesé—. Siento que Julián y yo ya no hablamos el mismo idioma.
Ella suspiró y me acarició el cabello como cuando era niña.
—Los hombres a veces creen que la alegría es ruido —dijo—. Pero uno también necesita silencio para sanar.
Las palabras de mi madre me acompañaron toda la noche. Vi a Julián reírse con sus amigos, bailar con su prima Camila como si nada le preocupara. Yo servía platos y recogía vasos vacíos, sintiéndome invisible.
A las once y media salí al balcón para escapar del bullicio. Desde allí vi los fuegos artificiales explotar sobre la ciudad y sentí una soledad profunda. Pensé en Valeria sola en su apartamento oscuro; en mi madre dormida en el sofá; en mí misma, perdida entre gente que no me conocía realmente.
Julián apareció detrás de mí justo antes de la medianoche.
—¿Por qué estás aquí sola? —preguntó con voz pastosa por el alcohol.
—Porque aquí puedo escucharme —le respondí sin mirarlo—. Y también puedo escucharte a ti si quieres hablarme de verdad.
Él guardó silencio un momento. Luego se sentó a mi lado y por primera vez en meses lo sentí vulnerable.
—No sé cómo hacerte feliz —susurró—. Siento que todo lo hago mal últimamente.
Me sorprendió su confesión. Quise abrazarlo pero algo me detuvo: el miedo a volver a fingir que todo estaba bien solo porque era Año Nuevo.
—No quiero fiestas grandes ni promesas vacías —le dije—. Solo quiero sentir que estamos juntos en esto… aunque sea difícil.
La medianoche llegó con un estruendo de pólvora y gritos. Los invitados se abrazaban y brindaban; yo solo cerré los ojos y deseé tener el valor para cambiar lo que ya no podía sostener más.
Cuando abrí los ojos, Julián me miraba con lágrimas contenidas.
—¿Y si el próximo año intentamos escucharnos más? —preguntó él.
No supe qué responderle. Solo asentí mientras sentía cómo una nueva tristeza se mezclaba con una pequeña chispa de esperanza.
Ahora escribo esto mientras recojo los restos de la fiesta y pienso: ¿Cuántas veces sacrificamos nuestra paz por cumplir expectativas ajenas? ¿Cuántos silencios guardamos solo para evitar conflictos? ¿Será posible empezar un año nuevo siendo honestos con nosotros mismos?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?