Entre la comida y el silencio: Mi suegra, mi cuñada y yo
—¿Otra vez lentejas, Lucía? —preguntó mi marido, Luis, mientras removía el plato con desgana.
No respondí. Me limité a mirar la olla medio vacía y a pensar en la nevera de mi cuñada, Teresa, siempre llena de yogures caros, embutidos ibéricos y hasta mariscos en Navidad. Todo pagado por la misma persona: mi suegra, Carmen. A nosotros, en cambio, nos llegaban tuppers con sobras de cocido y bolsas de pan duro. Y, aunque agradecía la ayuda, no podía evitar sentirme humillada.
La primera vez que lo noté fue hace un año, cuando Luis perdió el trabajo en la fábrica de automóviles de Valladolid. Carmen vino a casa con una bolsa de naranjas y un par de filetes congelados. “Para que no os falte de nada”, dijo. Pero al día siguiente, vi a Teresa en Instagram mostrando su nuevo portátil y una escapada a Santander. “Gracias mamá por todo”, escribió en la foto.
—¿Por qué Teresa tiene siempre lo que quiere? —le pregunté a Luis una noche, cuando los niños ya dormían.
Él suspiró y se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo es mi madre… Siempre ha tenido debilidad por Teresa. Desde pequeñas.
—¿Y tú? ¿No piensas decirle nada?
Luis me miró con cansancio. —No quiero líos, Lucía. Bastante tenemos ya.
Pero yo no podía dejarlo pasar. Cada vez que veía a Carmen llegar con su sonrisa forzada y su bolsa de comida, sentía una mezcla de rabia y vergüenza. ¿Por qué a nosotros solo nos daba sobras? ¿Por qué a Teresa le pagaba hasta el alquiler?
Un domingo, después de comer, Carmen se quedó a tomar café. Los niños jugaban en el salón y yo recogía la mesa.
—Lucía, ¿te importa si dejo aquí unas lentejas para mañana? Así no tienes que cocinar —dijo Carmen, como si me hiciera un favor.
—Gracias —respondí, forzando una sonrisa—. Pero me gustaría saber… ¿Por qué ayudas tanto a Teresa y a nosotros solo nos traes comida?
El silencio cayó como una losa. Luis me miró con ojos de súplica, pero ya era tarde.
Carmen se aclaró la garganta.
—Teresa está sola. No tiene a nadie más que a mí. Vosotros sois una familia —dijo, como si eso lo explicara todo.
—Pero nosotros también estamos pasando apuros —insistí—. Luis sigue sin trabajo y yo solo tengo media jornada en la tienda.
Carmen apretó los labios.
—No quiero discutir —dijo al fin—. Hago lo que puedo.
Se levantó y se fue sin despedirse. Luis me echó una mirada furiosa.
—¿Era necesario montar este numerito?
Me encerré en el baño y lloré en silencio. No era solo por el dinero o la comida; era por la sensación de ser siempre la segunda opción, de que mis hijos tuvieran menos oportunidades solo porque su abuela prefería a otra nieta.
Pasaron los días y Carmen dejó de venir. Teresa seguía publicando fotos de cenas en restaurantes y escapadas de fin de semana. Luis estaba cada vez más distante; apenas hablábamos salvo para discutir sobre facturas o sobre los deberes de los niños.
Una tarde, mientras doblaba ropa en la habitación, mi hija pequeña entró corriendo.
—Mamá, ¿por qué la abuela nunca me trae regalos como a Paula? —me preguntó con esos ojos grandes que heredó de Luis.
No supe qué decirle. La abracé fuerte y le prometí que algún día todo sería diferente.
Esa noche, decidí llamar a Teresa. Necesitaba entenderlo todo desde su punto de vista.
—Teresa, ¿puedo preguntarte algo? —le dije cuando contestó al teléfono.
—Claro, dime.
—¿Por qué mamá te ayuda tanto? ¿Le has pedido tú ese dinero?
Se hizo un silencio incómodo.
—Mira, Lucía… Mamá siempre ha sido así conmigo. Dice que soy más frágil, que no sabría salir adelante sola. Yo nunca le he pedido nada… pero tampoco le digo que no cuando me lo ofrece. Lo siento si te molesta.
Colgué sintiéndome aún peor. No era culpa de Teresa; era Carmen quien había decidido repartir su cariño —y su dinero— de forma desigual.
Esa noche, Luis y yo discutimos como nunca antes.
—No puedo más —le dije entre lágrimas—. Siento que tu madre nos humilla cada vez que viene con sus tuppers. No quiero más limosnas.
Luis se quedó callado mucho rato antes de responder:
—No sé cómo arreglar esto… Pero no quiero perderte por culpa de mi madre.
Al día siguiente, devolví los tuppers vacíos a Carmen y le dije que prefería que no nos trajera más comida si no podía tratarnos igual que a Teresa. Me miró con frialdad y asintió sin decir palabra.
Desde entonces, la relación es tensa pero honesta. Aprendí a pedir ayuda fuera de la familia: amigas del colegio, vecinas del barrio… Y poco a poco fui recuperando mi dignidad y mi fuerza.
A veces me pregunto si hice bien o si debería haber callado para mantener la paz familiar. Pero cuando veo a mis hijos crecer sin sentir que valen menos que nadie, sé que tomé el camino correcto.
¿Vosotros habríais hecho lo mismo? ¿Hasta dónde se debe aguantar por mantener la familia unida?