Entre la culpa y el deber: El día que llevé a mi padre a una residencia
—¿De verdad vas a dejarlo ahí, Lucía? —La voz de mi hermana Carmen retumbó en el pasillo blanco y frío de la residencia, como si cada palabra fuera un golpe directo al pecho.
No respondí. Miré a mi padre, sentado en una silla de ruedas junto a la ventana, con la mirada perdida en el jardín donde unas pocas flores luchaban por sobrevivir al invierno madrileño. Supe en ese instante que nada volvería a ser igual.
Mi padre, Manuel, siempre fue un hombre fuerte. Trabajó toda su vida en la Renfe, saliendo de casa antes del amanecer y regresando cuando ya era de noche. Mi madre murió joven y él nos sacó adelante a Carmen y a mí con una mezcla de ternura y disciplina férrea. Pero ahora, con ochenta y dos años y el Alzheimer avanzando como una sombra silenciosa, ya no era el mismo. Había días que ni siquiera recordaba mi nombre.
Durante meses intenté cuidarlo en casa. Me levantaba cada dos horas por las noches para ayudarle al baño, le preparaba sus comidas favoritas aunque ya apenas comía, le leía sus novelas de Galdós aunque se quedaba dormido a los pocos minutos. Pero el desgaste era insoportable. Mi marido, Antonio, empezó a quejarse: “No podemos seguir así, Lucía. Los niños apenas te ven. Esto nos está destrozando a todos”.
La decisión de llevarlo a la residencia fue como una traición silenciosa. Recorrí decenas de centros, hablé con médicos y trabajadores sociales, lloré en silencio en el coche cada vez que visitaba uno. Finalmente elegí uno pequeño, en las afueras de Alcalá de Henares, donde prometían atención personalizada y actividades diarias. Pero nada de eso importó cuando Carmen me llamó traidora.
—¿Y si fuéramos nosotras las que estuviéramos en su lugar? —me gritó por teléfono—. ¿Nos encerrarías también?
Intenté explicarle que no era un encierro, que papá necesitaba cuidados que yo ya no podía darle sola. Pero ella no quiso escucharme. Mi tía Pilar dejó de hablarme. Incluso mi primo Sergio me mandó un mensaje diciendo que “así empiezan los abandonos”.
Las primeras semanas fueron un infierno. Cada vez que iba a visitarle, papá me preguntaba cuándo volveríamos a casa. Yo le mentía: “Pronto, papá, solo estás aquí para ponerte fuerte”. Me odiaba por mentirle, pero ¿cómo explicarle que su casa ya no era segura? Una tarde lo encontré intentando salir por la puerta principal; los auxiliares me dijeron que había preguntado por mi madre.
En casa, mis hijos evitaban hablar del abuelo. Antonio intentaba animarme: “Has hecho lo correcto”, pero yo sentía que había fallado como hija. Empecé a soñar con mi padre joven, fuerte, llevándome al Retiro los domingos o enseñándome a montar en bici en el parque del barrio.
Un día Carmen apareció en la residencia sin avisar. La encontré sentada junto a papá, llorando en silencio mientras él le acariciaba la mano sin reconocerla.
—No puedo creer que esté aquí —me dijo después—. Pero tampoco puedo cuidarle yo…
Nos abrazamos por primera vez en meses. Entendí entonces que la culpa no era solo mía; era el peso de una sociedad que no sabe cómo cuidar a sus mayores sin romperse por dentro.
Las semanas pasaron y papá empezó a adaptarse. Sonreía más cuando veía a los auxiliares, participaba en los talleres de memoria y hasta hizo amistad con Don Julián, un antiguo profesor jubilado. Yo seguía sintiendo el vacío cada vez que volvía a casa sola, pero poco a poco aprendí a perdonarme.
Ahora visito a papá todos los miércoles y sábados. Le llevo churros y hablamos del pasado aunque él mezcle los recuerdos o me confunda con su hermana pequeña. Carmen viene conmigo algunas veces; otras prefiere quedarse al margen.
A veces me pregunto si algún día mis hijos tendrán que tomar una decisión parecida conmigo. ¿Me juzgarán como yo juzgué a otros antes? ¿Es posible cuidar sin perderse uno mismo? ¿O estamos todos condenados a elegir entre la culpa y el deber?
¿Vosotros qué haríais? ¿Es abandono o es amor dejar ir cuando ya no puedes más?