Entre la deuda y la sangre: una decisión imposible

—¿De verdad vas a dejarlo pasar, Lucía? —La voz de mi madre retumba en el salón, tan afilada como siempre—. Cinco años, hija. Cinco años y ni un solo euro de vuelta. ¿Te parece justo?

Me quedo mirando el café que tiembla en mis manos. El aroma a tostado no logra calmarme. Mi marido, Álvaro, está en la cocina, fingiendo que no escucha, pero sé que cada palabra de mi madre le atraviesa como una aguja.

—Mamá, no es tan sencillo —susurro, intentando que mi voz no se quiebre—. Son sus padres…

—¡Y yo soy tu madre! —me interrumpe—. ¿O es que ahora valen más ellos que yo?

La pregunta me golpea. No sé qué responder. Hace cinco años, cuando los padres de Álvaro nos pidieron ayuda para reformar su casa de campo en la sierra de Guadarrama, no dudamos. Era una suma importante, casi todos nuestros ahorros, pero lo hicimos por cariño y porque confiábamos en ellos. Recuerdo la ilusión de mi suegra, Carmen, hablando de las tardes de verano en el porche, de los nietos corriendo por el jardín.

Pero el tiempo pasó. El dinero nunca volvió. Al principio, Álvaro y yo nos decíamos que era pronto, que ya nos lo devolverían. Luego llegaron las excusas: una gotera inesperada, el coche averiado, la pensión que no subía… Y así, año tras año, hasta hoy.

Mi madre nunca lo ha perdonado. Cada vez que viene a casa, saca el tema como si fuera una espina clavada en su propio corazón.

—No se trata solo del dinero —dice ahora, bajando la voz—. Es cuestión de respeto. Si no te respetan a ti, ¿cómo van a respetar a tu familia?

Álvaro entra al salón con dos tazas de té y una sonrisa forzada.

—¿Qué tal si dejamos el tema por hoy? —propone—. No quiero discusiones.

Mi madre le lanza una mirada fría.

—Claro, mejor mirar para otro lado —murmura.

Cuando por fin se va, cierro la puerta y me apoyo contra ella, agotada. Álvaro se acerca y me abraza por detrás.

—No quiero que esto nos separe —susurra—. Son mis padres… y sé que no han podido devolverlo. ¿De verdad merece la pena pelear por esto?

Me giro para mirarle a los ojos.

—¿Y si fueran mis padres? ¿Dirías lo mismo?

Se queda callado. Sé que no es fácil para él. Carmen y Antonio siempre han sido generosos con nosotros: nos ayudaron cuando nació nuestra hija Paula, nos prestaron su coche cuando el nuestro se averió… Pero esta vez es diferente. Esta vez el sacrificio fue nuestro.

Esa noche apenas duermo. Doy vueltas en la cama mientras Álvaro respira tranquilo a mi lado. Pienso en mi madre, en su orgullo herido; pienso en mis suegros, en su casa llena de risas y fotos antiguas; pienso en Paula, que no entiende por qué últimamente hay tanta tensión en casa.

Al día siguiente, decido hablar con Carmen. La llamo y le pido quedar para tomar un café en una terraza del barrio.

—Lucía, hija —me dice nada más sentarnos—. ¿Estás bien? Te noto preocupada.

Respiro hondo.

—Carmen… Quería hablarte del dinero del préstamo. Han pasado cinco años y… bueno, mi madre está muy encima con este tema. Me siento entre la espada y la pared.

Veo cómo su rostro se ensombrece.

—Ay, Lucía… Ojalá pudiéramos devolvéroslo ya. Pero sabes cómo estamos… Antonio lleva meses con dolores y apenas sale de casa. La pensión no da para mucho…

Me siento culpable al instante. Sé que no miente; he visto las facturas médicas sobre la mesa del salón cada vez que vamos a visitarlos.

—No quiero haceros daño —le digo—. Pero tampoco puedo seguir así… Mi madre me presiona y yo… siento que estoy fallando a todos.

Carmen me toma la mano.

—Sois nuestra familia. Si necesitas el dinero, haremos lo imposible por devolvértelo. Pero si puedes esperar un poco más…

Vuelvo a casa con el corazón encogido. Encuentro a Álvaro jugando con Paula en el suelo del salón. Me mira con preocupación.

—¿Qué te ha dicho mi madre?

Le cuento todo. Él asiente en silencio y luego se sienta a mi lado.

—Lucía… He estado pensando mucho estos días —dice al fin—. Quizá deberíamos perdonarles la deuda. No quiero verles sufrir ni a ti tampoco.

Le miro sorprendida.

—¿Y nuestro futuro? ¿Y Paula? Ese dinero era para ella…

Álvaro me abraza fuerte.

—Lo sé. Pero también es su familia. Y si algún día nosotros necesitamos ayuda, ¿no querrías que alguien nos tendiera la mano?

Las palabras resuenan en mi cabeza durante días. Hablo con mi madre; discutimos, lloramos, gritamos incluso. Ella no entiende cómo puedo ser tan blanda, cómo puedo anteponer el bienestar de otros al nuestro propio.

Pero al final tomo una decisión: llamo a Carmen y le digo que olviden la deuda. Que lo consideren un regalo por todo lo que han hecho por nosotros y porque la familia está por encima del dinero.

Mi madre no me habla durante semanas. Álvaro me mira con gratitud y alivio cada día. Yo me siento vacía y llena al mismo tiempo: he perdido algo importante pero he ganado paz.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si simplemente elegí el camino más fácil para evitar el conflicto. ¿Hasta dónde debe llegar la lealtad familiar? ¿Es justo sacrificar nuestro propio bienestar por mantener la armonía? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?