Insomnio y Cocido: Una Noche de Reflexión

—¿Por qué no puedes dormir, Lucía? —me preguntó mi madre por teléfono hace apenas una hora, cuando ya era medianoche y yo removía garbanzos en la olla como si así pudiera remover también mis pensamientos.

No le respondí. ¿Cómo explicarle que el insomnio no es solo falta de sueño, sino exceso de recuerdos? Que cada vez que cierro los ojos veo a Tomás, mi exmarido, con esa sonrisa suya tan española, tan de barrio de Chamberí, la misma con la que me conquistó y con la que después me destrozó.

El vapor del cocido empaña los cristales de la ventana. Afuera, Madrid duerme. Dentro, yo lucho contra el pasado. Me acuerdo de la primera vez que Tomás vino a cenar a casa de mis padres. Mi padre le sirvió vino de Valdepeñas y él, tan educado, tan atento, supo ganarse a todos. «Este chico es un caballero», decía mi abuela Carmen. Qué ironía.

—¿Te acuerdas de cuando íbamos al Retiro los domingos? —me preguntó Tomás una vez, años después, cuando ya todo estaba roto pero aún fingíamos que no. Yo asentí, aunque lo que recordaba era cómo él se alejaba para hablar por teléfono, siempre con excusas: «Es del trabajo, Lucía».

Pero no era del trabajo. Era Marta. Marta, la compañera del despacho. Marta, la que siempre tenía una sonrisa para él y una mirada fría para mí cuando coincidíamos en alguna fiesta de empresa. Marta, la que ahora duerme en la cama donde yo soñé tener hijos.

El cuchillo resbala sobre la zanahoria y me corto el dedo. Maldigo en voz baja. La sangre cae sobre la tabla y pienso en todas las veces que sangré por dentro sin que nadie lo viera. ¿Cuántas veces me engañé a mí misma? ¿Cuántas veces preferí callar para no romper esa imagen de familia perfecta?

Mi hermana Elena siempre me decía: «Lucía, abre los ojos. Tomás no es quien tú crees». Pero yo no quería escuchar. Me aferraba a las pequeñas rutinas: el café juntos por las mañanas, las risas viendo la tele, las vacaciones en Asturias. Me aferraba al miedo a estar sola.

—¿Y si nunca encuentro a nadie más? —le pregunté una noche a mi amiga Pilar, entre lágrimas y copas de vino barato.

—Mejor sola que mal acompañada —me respondió ella, con esa contundencia suya que siempre me ha dado envidia.

El reloj marca las tres de la mañana. El cocido burbujea y yo sigo aquí, atrapada entre el ayer y el ahora. Pienso en mi hijo, Diego, que duerme en su cuarto ajeno a mis tormentas. Él es lo único bueno que quedó de mi matrimonio. A veces me pregunto si algún día entenderá por qué su padre ya no vive con nosotros.

Recuerdo la última discusión con Tomás:

—No puedo más, Lucía —me dijo él, con los ojos cansados—. No soy feliz.

—¿Y yo sí? ¿Te crees que esto es fácil para mí? —le grité.

—No quiero seguir fingiendo —susurró él antes de marcharse dando un portazo.

El eco de ese portazo aún resuena en mi pecho cada noche. Me pregunto si alguna vez podré perdonarle… o perdonarme a mí misma por no haber visto las señales antes.

La cocina huele a hogar y a soledad. Me siento en una silla y dejo que las lágrimas caigan sin resistencia. Pienso en todas las mujeres como yo, que han amado demasiado y se han olvidado de sí mismas. Pienso en mi madre, en mi abuela Carmen, en todas esas mujeres fuertes que sobrevivieron a hombres débiles.

De repente suena el móvil. Es un mensaje de Elena: «¿Estás bien? Si necesitas hablar, llámame». Sonrío entre lágrimas. No estoy sola del todo.

Me levanto y apago el fuego. El cocido está listo. Mañana será otro día. Quizá el primero del resto de mi vida.

¿De verdad merecemos cargar con culpas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a querernos más a nosotras mismas?