La ayuda de mi suegra: ¿bendición o tormento?
—¡Pero Lucía, hija, así no se friega el suelo!—. La voz de Carmen retumbó en la cocina como un trueno. Yo estaba de rodillas, con el cubo y la fregona, intentando limpiar las manchas que los niños habían dejado después de la merienda. Sentí cómo la rabia me subía por el pecho, pero apreté los labios y seguí frotando.
Carmen, mi suegra, había llegado a nuestra casa hacía tres meses, tras la operación de cadera de su marido. Decidió que lo mejor era instalarse con nosotros «para ayudar», porque según ella, mi vida era un caos y necesitaba una mano experta. Mi marido, Álvaro, lo aceptó sin rechistar. «Es solo por un tiempo», me dijo. Pero el tiempo se estiraba y Carmen parecía cada día más cómoda en nuestro piso de Tres Cantos.
Al principio pensé que su ayuda sería bienvenida. Con dos niños pequeños, un trabajo a media jornada en la biblioteca municipal y la casa siempre patas arriba, ¿quién no agradecería un par de manos extra? Pero pronto me di cuenta de que la ayuda de Carmen era otra cosa. No era apoyo, era invasión.
—¿Por qué le pones ese jersey a Marcos?—me preguntó una mañana mientras yo vestía a mi hijo mayor para el colegio—. Ese color le apaga la cara. Yo tengo uno azul que le quedaría mucho mejor.
—Mamá, está bien así—intervino Álvaro desde el pasillo, pero Carmen ya había desaparecido rumbo al armario para buscar el jersey azul.
Las discusiones se volvieron rutina. Carmen criticaba cómo cocinaba, cómo organizaba los armarios, cómo hablaba con los niños. Incluso llegó a cambiar los muebles del salón mientras yo estaba en el trabajo. «Así hay más luz», me dijo sonriente cuando llegué a casa y vi el sofá en medio del comedor.
Una tarde, después de una discusión especialmente tensa sobre la comida —»Lucía, ¿cómo vas a darles lentejas de bote a los niños? Yo hago unas caseras mucho mejores»— salí al balcón a respirar. Llamé a mi hermana Marta.
—No puedo más—le confesé entre lágrimas—. Siento que esta ya no es mi casa.
Marta suspiró al otro lado del teléfono.
—Tienes que hablar con Álvaro. No puedes seguir así.
Pero hablar con Álvaro era como hablar con una pared. Él adoraba a su madre y no veía el problema. «Solo quiere ayudar», repetía una y otra vez.
La situación empeoró cuando Carmen empezó a opinar sobre mi trabajo. «¿No crees que deberías dejar la biblioteca y dedicarte más a los niños? Álvaro gana suficiente para los tres». Sentí un nudo en el estómago. Mi trabajo era mi refugio, mi pequeño espacio lejos del caos doméstico.
Una noche, después de acostar a los niños, me senté con Álvaro en el sofá.
—No puedo más—le dije—. Tu madre me está volviendo loca. No puedo respirar en mi propia casa.
Álvaro me miró sorprendido.
—Lucía, exageras. Mi madre solo quiere lo mejor para nosotros.
—¿Para nosotros o para ella? Porque yo siento que todo lo que hago está mal para ella. Y tú no haces nada.
Discutimos hasta la madrugada. Álvaro terminó durmiendo en el sofá y yo llorando en la cama.
Al día siguiente, Carmen preparó churros para desayunar. Los niños estaban encantados. Yo apenas probé bocado.
—¿Te encuentras bien, Lucía?—preguntó Carmen con su tono más dulce.
Quise gritarle que se fuera, que me dejara en paz, pero solo asentí y salí corriendo al trabajo.
En la biblioteca, entre estanterías y libros polvorientos, encontré algo de paz. Pero al volver a casa, todo seguía igual o peor. Carmen había decidido lavar toda mi ropa porque «no estaba bien doblada». Mi ropa interior colgaba del tendedero del patio comunitario para que todos los vecinos la vieran.
Esa noche exploté.
—¡Basta ya!—grité delante de todos—. ¡Esta es mi casa y quiero que se respete mi espacio!
Carmen se quedó helada. Álvaro me miró como si no me reconociera.
—Lucía…
—No, Álvaro. O tu madre vuelve a su casa o me voy yo con los niños.
El silencio fue absoluto. Carmen rompió a llorar y se encerró en su habitación. Álvaro me siguió a la cocina.
—No hacía falta llegar a esto…
—Sí hacía falta—le respondí con voz temblorosa—. Porque si no pongo límites ahora, nunca voy a recuperar mi vida.
Esa noche apenas dormimos. A la mañana siguiente, Carmen anunció que volvería a su piso en Vallecas al día siguiente. Los niños lloraron y Álvaro estuvo distante durante días.
Ahora la casa está más tranquila, pero las heridas siguen ahí. A veces me pregunto si fui demasiado dura o si simplemente defendí lo poco que me quedaba de mí misma.
¿Hasta dónde debemos permitir la ayuda de los demás antes de perder nuestra identidad? ¿Alguien más ha sentido alguna vez que su hogar ya no le pertenece?