La Casa de los Secretos: Un Regalo envenenado

—¿Por qué no puedes simplemente estar contento, Gregorio? ¡Es una casa preciosa! —La voz de Eliana resonó en el pasillo, rebotando contra las paredes recién pintadas, pero yo solo veía las grietas bajo la pintura.

No respondí. Miraba el ventanal del salón, ese que daba al jardín donde mi suegra, Carmen, plantó rosales hace más de veinte años. Eliana se acercó, sus pasos firmes sobre el parqué que crujía como si la casa protestara por nuestra presencia.

—No es eso, Eliana. Es solo que… —Me detuve. ¿Cómo explicar que sentía la casa como una jaula? Que cada rincón olía a pasado, a discusiones antiguas, a secretos que no eran nuestros.

Ella suspiró, cansada. —¿Otra vez con lo mismo? Mis padres nos la dieron para empezar una vida juntos. ¿Por qué no puedes verlo como una bendición?

Me giré hacia ella. —¿Y si no quiero empezar mi vida en una casa que no es mía? ¿Y si siento que aquí nunca seremos nosotros?

Eliana me miró con esos ojos grandes, llenos de reproche y tristeza. —Siempre buscas problemas donde no los hay.

Pero sí los había. Desde el primer día, la casa nos observaba. La madre de Eliana venía cada semana “a ver cómo estáis”, pero siempre encontraba algo fuera de lugar: una cortina mal colgada, un cuadro torcido, la vajilla antigua en el armario equivocado.

—Gregorio, ¿por qué has cambiado los muebles del salón? —me preguntó Carmen una tarde, mientras yo intentaba leer el periódico.

—Nos resultaba más cómodo así —respondí, sin levantar la vista.

—Esa mesa era de mi abuela. Aquí siempre estuvo junto a la ventana —insistió, y sentí el peso de generaciones mirándome con desaprobación.

Eliana intentaba mediar. —Mamá, déjanos hacer nuestro hogar a nuestra manera.

Pero Carmen solo suspiraba y murmuraba: —Ya veréis cuando tengáis hijos…

Las discusiones entre Eliana y yo se hicieron más frecuentes. Pequeñas cosas: la elección de las cortinas, el color de las paredes, incluso el lugar donde guardar los cubiertos. Todo parecía tener una historia previa, una regla no escrita que yo desconocía.

Una noche, después de una cena silenciosa, Eliana rompió a llorar.

—No puedo más, Gregorio. Siento que te alejas cada día un poco más. ¿De verdad odias tanto esta casa?

Me acerqué y la abracé. —No te odio a ti. Solo… siento que aquí nunca seremos libres. Que siempre estaremos viviendo la vida de otros.

Ella sollozó en mi hombro. —Es mi familia… No quiero perderlos ni perderte a ti.

La presión era constante. Los vecinos nos miraban como si fuéramos los nuevos guardianes de una tradición que no habíamos elegido. En la panadería, la señora Pilar me preguntaba cada mañana:

—¿Ya habéis pensado en tener niños? Esa casa siempre ha estado llena de risas infantiles…

Yo sonreía por compromiso, pero por dentro sentía que nos estaban robando el derecho a decidir nuestro propio destino.

Un domingo por la tarde, mientras limpiábamos el desván, encontramos una caja llena de cartas antiguas. Eran de los abuelos de Eliana: discusiones sobre dinero, infidelidades ocultas, sueños rotos por las expectativas familiares. Leímos juntos aquellas palabras y comprendimos que la casa siempre había sido un campo de batalla silencioso.

—¿Ves? —dije en voz baja— Aquí nadie ha sido realmente feliz.

Eliana me miró con lágrimas en los ojos. —¿Y si rompemos el ciclo? ¿Y si vendemos la casa y empezamos de cero?

La idea era tentadora y aterradora al mismo tiempo. ¿Seríamos capaces de enfrentarnos a su familia? ¿A los chismes del barrio? ¿A la culpa?

Esa noche discutimos como nunca antes. Gritos, reproches, promesas rotas. Al final, exhaustos, nos abrazamos en silencio.

Pasaron semanas antes de atrevernos a hablar con Carmen y Antonio, el padre de Eliana. La conversación fue un desastre:

—¿Cómo podéis siquiera pensarlo? ¡Esta casa es vuestro legado! —gritó Carmen entre lágrimas.

Antonio solo bajó la cabeza y murmuró: —A veces los regalos pesan demasiado…

Eliana temblaba mientras salíamos de allí. Yo le apreté la mano.

—No sé si hemos hecho lo correcto —susurró ella.

—Lo único correcto es lo que decidamos juntos —le respondí.

Ahora escribo estas líneas desde un pequeño piso en Lavapiés. Vendimos la casa hace dos meses. La familia está dolida; algunos amigos nos han dado la espalda. Pero por primera vez siento que este espacio es nuestro, sin fantasmas ni expectativas ajenas.

A veces me pregunto: ¿cuántas parejas viven vidas prestadas por miedo a decepcionar? ¿Cuántos regalos esconden cadenas invisibles? ¿Vosotros qué haríais en nuestro lugar?