La puerta que nunca se abrió: El eco de una madre en la lluvia

—¡Álvaro! ¡Por favor, hijo, solo quiero hablar!—. Mi voz se quebró mientras golpeaba suavemente la puerta azul descascarada del departamento 3B. El eco de mis palabras se perdió entre el retumbar de la lluvia y el bullicio lejano de la avenida Mitre. Sostenía un plato de galletas de avena, las favoritas de mi hijo desde que era niño. Temblaban en mis manos, igual que mi corazón.

No hubo respuesta. Solo el silencio, ese silencio denso que se instala cuando las palabras ya no alcanzan. Me apoyé contra la pared húmeda, sintiendo cómo el agua se colaba por el dobladillo de mi abrigo barato. Pensé en los días en que Álvaro corría a mis brazos después de la escuela, con las rodillas raspadas y los ojos llenos de historias. ¿En qué momento se rompió todo?

La vecina del 3A, doña Carmen, abrió su puerta apenas un resquicio y me miró con lástima. —Señora Lucía, ¿otra vez?— susurró, como si temiera que su voz pudiera atravesar la puerta cerrada de mi hijo.

—Solo quiero verlo— respondí, intentando sonreír. Pero mi sonrisa era tan frágil como el papel de las cartas que nunca me respondió.

Me senté en el escalón, ignorando la humedad que calaba mis huesos. Recordé la última vez que hablamos. Fue hace seis meses, en la cocina de casa, cuando le dije que no podía seguir ayudándolo si seguía con esas amistades. Él gritó, yo lloré. Me llamó controladora, yo le dije que era un desagradecido. Las palabras volaron como cuchillos y desde entonces solo hubo silencio.

El teléfono sonó muchas veces. Mensajes sin respuesta. Cartas devueltas. Y ahora, esta puerta cerrada.

El olor a humedad me trajo recuerdos de mi infancia en Corrientes, cuando mi mamá también cerraba puertas para protegernos del mundo. Pero yo nunca quise proteger a Álvaro del mundo; solo quise protegerlo de sí mismo. ¿Fue ese mi error?

La lluvia arreció y pensé en irme, pero algo me anclaba ahí: la esperanza terca de una madre. Miré las ventanas empañadas del departamento y vi una sombra moverse detrás de las cortinas. Mi corazón dio un brinco.

—¡Álvaro! Sé que estás ahí. Por favor, hijo, solo quiero verte— grité, sin importarme si los vecinos escuchaban.

Un silencio más largo. Luego, una voz apagada al otro lado:

—Mamá, vete. No quiero hablar.

Me levanté de un salto, acercando el plato a la puerta como si pudiera atravesarla con mi amor.

—Solo quiero saber si estás bien. Te traje galletas…

—No quiero tus galletas ni tus consejos— respondió él, con esa mezcla de rabia y tristeza que solo los hijos pueden tener hacia sus madres.

Sentí un nudo en la garganta. —No vengo a darte consejos. Solo… solo te extraño.

Silencio otra vez. La lluvia seguía cayendo como si el cielo también llorara por nosotros.

Me quedé ahí, esperando una palabra más, una señal. Pero nada. Dejé el plato en el felpudo y bajé las escaleras lentamente, sintiendo cada peldaño como una derrota.

Al llegar a la calle, me apoyé contra un poste y dejé que las lágrimas se mezclaran con la lluvia. Pensé en todo lo que había hecho mal: trabajar demasiado para pagarle la universidad, no escuchar cuando me decía que estaba cansado, juzgar a sus amigos porque venían de familias rotas… ¿Acaso no veníamos nosotros también de una familia rota?

Recordé a su padre, Ernesto, y cómo se fue cuando Álvaro tenía apenas ocho años. Yo me quedé sola con dos trabajos y un niño lleno de preguntas sin respuestas. Hice lo mejor que pude, pero quizás mi mejor nunca fue suficiente.

Esa noche no dormí. Miraba el techo de mi pieza en Villa Crespo y repasaba cada momento: su primer diente caído, sus dibujos pegados en la heladera, su risa cuando le hacía cosquillas en los pies… ¿Dónde quedó ese niño? ¿En qué momento se convirtió en este joven hermético y dolido?

Al día siguiente volví al edificio. El plato seguía ahí, intacto bajo la lluvia ahora convertida en llovizna. Las galletas estaban blandas y tristes como yo.

Me senté otra vez en el escalón y saqué una carta del bolsillo:

“Álvaro,
No sé cómo llegamos hasta acá. Solo sé que te amo más allá de cualquier enojo o distancia. Si alguna vez quieres hablar, aquí estaré. Siempre.
Mamá.”

La deslicé bajo la puerta y esperé unos minutos más antes de irme.

Pasaron los días y nada cambió. Mi vida siguió entre turnos en el hospital y noches solitarias frente al televisor encendido solo para no escuchar el silencio.

Un domingo por la tarde recibí un mensaje inesperado:

“Gracias por las galletas.”

Nada más. Pero para mí fue suficiente para volver a respirar.

Empecé a dejarle pequeñas notas cada semana: chistes malos, recuerdos felices, fotos viejas de cuando íbamos al parque Centenario a volar barriletes. A veces respondía con un emoji; otras veces no respondía nada.

Mi hermana Marta me decía que lo dejara ir, que los hijos tienen que aprender solos.

—Vos ya hiciste tu parte, Lucía— me repetía mientras cebaba mate en su cocina del barrio San Cristóbal.

Pero yo no podía rendirme tan fácil. No después de todo lo vivido.

Una tarde recibí una llamada del hospital: Álvaro había tenido un accidente menor en moto y estaba en urgencias. Corrí como loca bajo la lluvia hasta llegar al hospital Pirovano.

Lo encontré sentado en una camilla, con una venda en la frente y los ojos rojos de tanto llorar.

—Mamá…— murmuró apenas me vio.

Lo abracé fuerte, sintiendo cómo su cuerpo temblaba igual que cuando era niño.

—Perdón— susurró él entre sollozos.

—No hay nada que perdonar— le dije mientras le acariciaba el pelo mojado.— Solo quiero que estés bien.

Esa noche hablamos por horas en la sala de espera del hospital. Me contó sus miedos, sus frustraciones, cómo sentía que nunca iba a estar a la altura de mis sacrificios. Yo le conté mis propios miedos: el miedo a perderlo para siempre, a no saber cómo ayudarlo sin invadirlo.

Nos reímos y lloramos juntos hasta que amaneció.

Hoy nuestra relación sigue siendo frágil como el cristal, pero al menos hablamos cada semana. A veces discutimos; otras veces compartimos silencios cómodos mientras tomamos mate mirando la lluvia desde su ventana.

A veces me pregunto si alguna vez podré dejar de sentir culpa por todo lo que hice o dejé de hacer como madre. ¿Será posible sanar completamente una herida tan profunda? ¿Cuántas madres estarán ahora mismo frente a una puerta cerrada esperando ser escuchadas?