La venganza de Doña Laura: Entre la amargura y el perdón
—¿Se cree usted mejor que yo, señora? —me espetó el muchacho, con esa arrogancia tan propia de los jóvenes que no han conocido la derrota.
Me quedé helada, con la bolsa de naranjas a medio pesar y el corazón latiendo en la garganta. Era martes por la tarde y el supermercado de la calle Mayor estaba lleno de vecinos. Todos miraron. Sentí cómo las miradas se me clavaban en la espalda, como cuchillos. Me llamo Laura, tengo sesenta y ocho años y nunca nadie me había hablado así en público.
—Solo le he pedido que tenga cuidado con los huevos —respondí, intentando mantener la dignidad.
El chico, que luego supe que se llamaba Sergio, bufó y siguió lanzando los productos por la cinta como si fueran piedras. Me marché sin mirar atrás, pero por dentro hervía. Esa noche no pude dormir. Recordaba la escena una y otra vez, el murmullo de las vecinas, la sonrisa burlona de Sergio. ¿Quién se creía ese niñato para humillarme así? Yo, que había criado sola a dos hijos, que había trabajado toda mi vida limpiando casas ajenas para sacar adelante a mi familia.
Al día siguiente, mi hija Carmen vino a verme. Le conté lo sucedido mientras preparaba café.
—Mamá, no le des importancia. Seguro que tuvo un mal día —me dijo, restándole peso.
Pero yo no podía dejarlo pasar. No después de todo lo que había sacrificado para ganarme el respeto del barrio. Decidí que Sergio aprendería una lección.
Durante días observé sus horarios. Sabía cuándo entraba y cuándo salía. Empecé a hablar con otras vecinas: Doña Pilar, Don Manuel, incluso con el propio encargado del supermercado, Don Antonio. Les conté mi versión: cómo Sergio trataba mal a los clientes mayores, cómo era irrespetuoso y poco profesional. Pronto, los rumores crecieron como la espuma.
Una tarde escuché a Don Antonio reprenderle en voz alta:
—Sergio, si vuelves a tener una queja más, te vas a la calle.
Sentí una satisfacción amarga. Pero esa noche, mientras cenaba sola en mi cocina, algo me hizo ruido por dentro. Recordé a mi hijo Luis cuando era adolescente, sus rabietas, sus errores. ¿Cuántas veces le había defendido ante los demás? ¿No estaría siendo demasiado dura?
Pero el orgullo pudo más. Seguí alimentando el fuego. Incluso escribí una carta anónima al supermercado, exigiendo el despido de Sergio por «maltrato a los mayores». Me convertí en la sombra de ese muchacho, esperando verle caer.
Un día, al salir del supermercado, vi a Sergio sentado en el bordillo de la acera, llorando en silencio. Dudé un instante antes de acercarme.
—¿Te encuentras bien? —pregunté, sin revelar quién era.
Él me miró con los ojos rojos.
—Me van a echar. Mi madre está enferma y este trabajo es lo único que tenemos.
Sentí un golpe en el pecho. De repente vi al niño detrás del joven insolente; vi su miedo y su desesperación. Me sentí pequeña, mezquina.
Esa noche no pude pegar ojo. Pensé en mi difunto marido, en cómo siempre decía que la vida es demasiado corta para llenarla de rencores. Pensé en mis hijos y en todas las veces que deseé que alguien les diera una segunda oportunidad.
A la mañana siguiente fui al supermercado y pedí hablar con Don Antonio.
—Quiero retirar mi queja sobre Sergio —dije con voz firme.
Me miró sorprendido.
—¿Está segura? Ha habido muchas quejas últimamente…
—Todos cometemos errores —respondí—. Yo también he sido joven y he tenido días malos.
Don Antonio asintió y me agradeció el gesto. Cuando salí del despacho, vi a Sergio colocando cajas en silencio. Me acerqué despacio.
—Sergio —le dije—, todos merecemos una segunda oportunidad. Pero recuerda: el respeto no se exige, se gana.
Él bajó la cabeza y murmuró un «gracias» casi inaudible.
A partir de ese día, algo cambió entre nosotros. Sergio empezó a saludarme con educación y yo dejé de buscarle defectos. Poco a poco, el barrio olvidó el incidente y yo aprendí una lección amarga sobre el orgullo y la soledad: mi sed de justicia casi destruye a alguien tan vulnerable como yo misma lo fui alguna vez.
Ahora, cuando paso por el supermercado y veo a Sergio trabajando con más cuidado, me pregunto: ¿cuántas veces confundimos justicia con venganza? ¿Cuántas veces dejamos que nuestro dolor hable más alto que nuestra compasión? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa tentación amarga de devolver golpe por golpe?