Mi Hermana Daba Todo por Sus Hijos, Pero Cuando Cayó Enferma, Su Casa Quedó Vacía

—¿Por qué no vienen? —la voz de Lucía era apenas un susurro, casi ahogada por el zumbido constante del gotero en la habitación del hospital. Yo le apretaba la mano, sintiendo cómo la piel se le volvía cada día más fina, casi transparente. Afuera, Madrid seguía su ritmo indiferente, pero dentro de esa habitación el tiempo se había detenido.

Lucía siempre fue la fuerte. Después de que su marido, Antonio, la dejara por una mujer más joven, ella se volcó en sus hijos: Sergio, Marta y Elena. Yo lo veía todo desde fuera, desde mi pequeño piso en Vallecas, y a veces me preguntaba cómo podía con todo. Trabajaba de cajera en un supermercado, hacía turnos dobles y aún así nunca faltaba a los partidos de fútbol de Sergio ni a las funciones de teatro de Marta y Elena. «Mis hijos lo son todo», repetía una y otra vez.

Pero ahora, en esa habitación blanca y fría, sólo estábamos ella y yo. Los niños —ya adultos— no aparecían. Sergio vivía en Barcelona y siempre tenía una excusa: el trabajo, los viajes. Marta decía que la universidad la absorbía y Elena… bueno, Elena simplemente no contestaba los mensajes. Al principio pensé que era el miedo, que no sabían cómo enfrentarse a ver a su madre tan débil. Pero los días pasaban y nadie venía.

—¿Te acuerdas cuando nos escapamos al Retiro para ver los fuegos artificiales? —intenté animarla una tarde.

Lucía sonrió débilmente.—Sí… Y mamá nos regañó tanto al volver… —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Crees que he hecho algo mal con ellos? ¿Por qué no están aquí?

No supe qué decirle. Yo también me lo preguntaba. Recordaba las navidades en casa de Lucía, el bullicio de los niños corriendo por el pasillo, las risas, las discusiones por quién se quedaba con el último trozo de turrón. ¿Dónde estaban ahora esos hijos por los que ella había dado todo?

Una tarde, después de limpiar la casa de Lucía —vacía, silenciosa, con las fotos familiares cubiertas de polvo— decidí llamar a Sergio.

—Hola tía —respondió con voz apresurada.

—Sergio, tu madre pregunta por ti todos los días. No sé cuánto tiempo le queda… Deberías venir.

Hubo un silencio incómodo.—No sé si puedo… Estoy hasta arriba en el trabajo y… No sé si quiero verla así.

—No es cuestión de querer o no —le respondí con rabia contenida—. Es tu madre.

Colgó sin despedirse. Me quedé mirando el móvil con una mezcla de tristeza y rabia. ¿Qué les había pasado a esos niños cariñosos? ¿Era culpa de Lucía por protegerlos demasiado? ¿O era simplemente que la vida moderna nos volvía egoístas?

Marta apareció una vez, casi por compromiso. Se quedó quince minutos mirando el móvil mientras Lucía intentaba hablarle.

—Mamá, no puedo quedarme mucho. Tengo un examen mañana.

Lucía le acarició la mano.—No pasa nada, hija. Sólo quería verte.

Marta se fue sin mirar atrás. Lucía lloró en silencio toda la tarde.

Elena ni siquiera contestó mis llamadas. Me enteré por una amiga común que estaba viviendo en Granada con su novio y que «no quería dramas».

Los días se sucedieron iguales: yo llegando al hospital con comida casera que Lucía apenas probaba, leyendo en voz alta sus novelas favoritas, intentando llenar el vacío con palabras y recuerdos. A veces me enfadaba con ella en silencio: ¿por qué no les puso límites? ¿Por qué les dio todo sin pedir nunca nada a cambio?

Una noche, mientras le cambiaba el agua a las flores marchitas de la mesilla, Lucía me miró fijamente.

—¿Tú crees que me lo merezco? ¿Crees que he sido mala madre?

Me senté a su lado y le cogí la mano.—Has sido la mejor madre que has sabido ser. Pero ellos… ellos han elegido no estar.

Lucía suspiró.—A veces pienso que si hubiera sido más dura… Si les hubiera enseñado a valorar las cosas…

No supe qué decirle. Yo tampoco tenía respuestas.

El último día llegó sin avisar. Lucía se fue tranquila, con mi mano entre las suyas y una foto de sus hijos bajo la almohada. La casa quedó aún más vacía después del funeral. Sergio vino sólo para firmar papeles; Marta lloró un poco pero se marchó rápido; Elena ni apareció.

Ahora camino sola por las calles de Madrid y me pregunto: ¿qué nos está pasando como sociedad? ¿Por qué olvidamos tan fácilmente a quienes nos lo dieron todo? ¿De verdad es tan difícil estar al lado de quienes nos necesitan?

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez esa soledad en vuestra familia? ¿Qué creéis que podríamos hacer para no repetir estos errores?