No he hablado con mi madre en tres meses: ¿puedo perdonarla alguna vez?
—¿Otra vez te ha llamado? —preguntó Luis, mi marido, mientras yo miraba el móvil con la pantalla iluminada por un número desconocido.
No respondí. Solo apreté más fuerte el teléfono, como si así pudiera evitar que la realidad me alcanzara. Tres meses. Tres meses sin hablar con mi madre. Tres meses desde que, entre lágrimas y gritos, le dije que no podía más, que necesitaba respirar, que me dejara en paz. Y después, silencio. Bloqueé su número, sus mensajes de WhatsApp, incluso su perfil de Facebook. Pero ella seguía encontrando formas de llegar a mí: cartas manuscritas en el buzón, mensajes a través de mi hermana Lucía, indirectas en el grupo familiar.
—No puedes seguir así, Marta —insistió Luis—. Es tu madre. Algún día te arrepentirás.
Me giré hacia él, con los ojos llenos de rabia y cansancio.
—¿Tú sabes lo que es crecer con alguien que te recuerda cada día lo mucho que le debes? ¿Que te hace sentir culpable por cada decisión que tomas? —Mi voz temblaba—. ¿Sabes lo que es tener miedo de contestar el teléfono porque sabes que va a acabar en reproches?
Luis bajó la mirada. Él venía de una familia distinta, donde los domingos eran para comer juntos y reírse de anécdotas pasadas. En mi casa, los domingos eran para repasar facturas y escuchar a mi madre lamentarse por todo lo que había sacrificado por nosotras.
Recuerdo la última conversación con ella como si fuera ayer. Había llegado a casa agotada del trabajo, y al abrir la puerta me encontré con Lucía sentada en el sofá, los ojos rojos de llorar.
—Mamá dice que no le has pagado la luz este mes —me soltó sin preámbulos.
Sentí una punzada de culpa. Era verdad: se me había olvidado transferirle el dinero. Pero también era cierto que llevaba años haciéndome cargo de sus facturas, su alquiler, incluso su compra semanal. Todo porque ella decía que «una madre lo da todo por sus hijas y espera lo mismo a cambio».
—No puedo más, Lucía —le dije—. No puedo seguir viviendo para ella.
Lucía me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—Es nuestra madre, Marta. No podemos dejarla tirada.
Pero yo ya estaba rota por dentro. Aquella noche llamé a mi madre y le dije que necesitaba distancia, que no podía seguir siendo su salvavidas emocional y económico. Ella me gritó que era una desagradecida, que algún día me quedaría sola como ella. Colgué y lloré hasta quedarme dormida.
Desde entonces, solo he mantenido el mínimo contacto: pago su alquiler directamente al casero y encargo la compra online para que no le falte nada. Pero no hay llamadas, ni mensajes, ni visitas. Y cada vez que Luis me insiste en que la llame, siento cómo se me cierra el pecho.
Una tarde de sábado, mientras preparaba una tortilla de patatas para cenar, Luis volvió a la carga.
—He hablado con tu hermana —dijo, apoyándose en la encimera—. Dice que mamá está peor desde que no hablas con ella.
Solté la espátula sobre la encimera con un golpe seco.
—¿Y yo? ¿Nadie pregunta cómo estoy yo? —grité—. ¿Nadie ve lo cansada que estoy de ser siempre la fuerte?
Luis se acercó y me abrazó por detrás.
—Solo quiero que estés bien —susurró—. Pero también quiero que puedas dormir tranquila algún día.
No respondí. Porque dormir tranquila era un lujo que no recordaba haber tenido nunca.
Las semanas pasaron y la presión aumentó. Lucía me mandaba audios llorando: «Mamá dice que eres cruel, que le has dado la espalda». Mi tía Carmen me llamó para decirme que en el pueblo todos hablaban de lo mala hija que era. Incluso mi jefe me preguntó si estaba bien; debía de notarse en mi cara el peso de todo aquello.
Una noche soñé con mi infancia: mi madre gritándome porque había sacado un 8 en matemáticas en vez de un 10; castigándome sin salir porque «no era suficiente»; llorando delante de nosotras para que sintiéramos pena y nunca nos atreviéramos a irnos de casa. Me desperté sudando, con el corazón desbocado.
Al día siguiente, decidí ir al psicólogo por primera vez en mi vida. Le conté todo: las facturas, los chantajes emocionales, el miedo constante a decepcionar a mi madre.
—¿Por qué crees que sigues sintiéndote responsable de ella? —me preguntó la psicóloga.
No supe qué responder. Tal vez porque en España nos enseñan desde pequeños que la familia es sagrada, que una madre está por encima de todo. Pero ¿y si esa madre te hace daño? ¿Y si ser buena hija significa perderte a ti misma?
Salí de la consulta con más preguntas que respuestas. Esa noche, Luis me abrazó fuerte y me dijo:
—Sea lo que decidas hacer, estaré contigo.
Me sentí menos sola por primera vez en mucho tiempo.
Hoy han pasado tres meses y un día desde la última vez que hablé con mi madre. Sigo pagando su alquiler y su compra, pero no he desbloqueado su número ni he contestado a sus cartas. A veces me siento culpable; otras veces siento alivio. No sé si algún día podré perdonarla o si podré perdonarme a mí misma por necesitar esta distancia.
¿Hasta dónde llega el deber de una hija? ¿Cuándo es legítimo poner límites aunque duela? ¿Vosotros habéis sentido alguna vez esa culpa tan española por no poder cumplir con lo que se espera de nosotros?