No quiero que el hijo de mi marido viva con nosotros: Una historia de amor, miedo y límites
—No puedo más, Sergio. No puedo fingir que todo está bien cuando siento que mi vida se desmorona por dentro.
Mi voz temblaba mientras lo decía, sentada en el borde de la cama, con las manos apretadas sobre las rodillas. Sergio me miraba desde la puerta, con esa mezcla de cansancio y preocupación que últimamente era su expresión habitual. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Vallecas, como si quisiera entrar y mojarlo todo, igual que mis pensamientos.
—¿Otra vez con lo mismo, Lucía? —suspiró él, frotándose la frente—. Pablo es mi hijo. No puedo dejarle tirado.
Pablo. Ese nombre que se había convertido en el epicentro de todos mis miedos. Tenía once años, la misma edad que mi sobrina Marta, pero no podía evitar sentir que era un extraño en mi propia casa desde que llegó hace dos meses. Su madre, Beatriz, había decidido mudarse a Barcelona con su nueva pareja y Pablo no quería irse. Así que Sergio, como buen padre, le abrió las puertas de nuestro hogar. Nuestro hogar… ¿o era solo suyo ahora?
Las primeras semanas intenté ser amable. Le preparaba bocadillos de jamón para el recreo, le preguntaba por el colegio, incluso le ayudé con los deberes de matemáticas. Pero Pablo apenas me dirigía la palabra. Se encerraba en su cuarto, salía solo para comer y, cuando hablaba con Sergio, era para pedirle cosas o quejarse de algo. Yo me sentía invisible.
Una tarde, mientras recogía la ropa del tendedero, escuché a Pablo hablando por teléfono en el balcón:
—No me gusta estar aquí. Ojalá pudiera irme contigo…
Me quedé helada. ¿Cómo podía odiar tanto este lugar? ¿Tan mala era yo? Empecé a dudar de todo: de mi capacidad para ser una buena pareja, de mi paciencia, incluso de mi propia bondad.
Las discusiones con Sergio se volvieron rutina. Él me acusaba de no esforzarme lo suficiente; yo le reprochaba que solo pensara en Pablo. Una noche, después de una pelea especialmente dura, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
—¿Y si nunca consigo quererle? —le pregunté a mi amiga Carmen por WhatsApp—. ¿Y si esto termina con nosotros?
Carmen intentó tranquilizarme: “Dale tiempo. Es un niño. Está sufriendo”. Pero yo también sufría. Nadie parecía verlo.
Un sábado por la mañana, mientras preparaba café, Pablo entró a la cocina y dejó caer su mochila en el suelo.
—¿Dónde está mi camiseta del Atleti? —preguntó sin mirarme.
—La lavé ayer. Está en tu armario —respondí, intentando sonar amable.
Él resopló y salió sin dar las gracias. Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?
Esa tarde, Sergio y yo salimos a dar un paseo por el Retiro para intentar hablar lejos de casa.
—Lucía, esto es lo que hay —dijo él con voz firme—. Pablo es parte de mi vida. Si no puedes aceptarlo…
Me mordí el labio para no llorar delante de la gente.
—No es tan fácil —susurré—. Siento que he perdido mi sitio aquí. Que ya no soy importante para ti.
Él me abrazó fuerte, pero yo sentí un muro invisible entre los dos.
Los días pasaban y la tensión crecía. Empecé a evitar llegar temprano a casa. Me quedaba más tiempo en la oficina o salía con amigas solo para no enfrentarme al silencio incómodo del piso.
Una noche, al volver tarde, encontré a Pablo llorando en el sofá. Me quedé paralizada en la puerta.
—¿Te pasa algo? —pregunté con cautela.
Él negó con la cabeza, pero no dejó de llorar. Me senté a su lado sin saber muy bien qué hacer.
—Echo de menos a mi madre —murmuró al fin—. Y tú tampoco quieres que esté aquí.
Sentí una mezcla de culpa y compasión tan fuerte que casi me ahoga.
—No es eso… Solo estoy aprendiendo —dije bajito—. Esto es nuevo para todos.
Nos quedamos en silencio un rato largo. Por primera vez vi al niño detrás del muro: asustado, perdido, igual que yo.
A partir de esa noche intenté cambiar pequeñas cosas. Le pregunté qué quería cenar, le dejé notas en la mochila deseándole suerte en los exámenes, incluso vimos juntos un partido del Atleti aunque yo no entiendo nada de fútbol. Hubo días mejores y días peores. A veces volvía a sentirme invisible; otras veces Pablo me sonreía tímidamente y yo sentía una chispa de esperanza.
Pero la herida seguía ahí. Una tarde escuché a Sergio hablando por teléfono con Beatriz:
—Lucía está haciendo lo que puede… pero esto no es fácil para nadie.
Me encerré en el baño y grité contra la toalla para que nadie me oyera. ¿Por qué tenía que ser yo la que cediera siempre? ¿Por qué nadie preguntaba cómo me sentía yo?
El tiempo fue pasando y aprendí a convivir con la incomodidad. No llegué a querer a Pablo como a un hijo propio, pero tampoco lo rechacé más. Aprendí a poner límites: mis espacios, mis momentos sola con Sergio, mis propias necesidades.
Hoy escribo esto sentada frente a la ventana mientras Pablo juega a la Play en su cuarto y Sergio lee el periódico en el salón. La casa está tranquila por primera vez en meses.
A veces me pregunto: ¿Es posible amar a alguien sin aceptar todo su pasado? ¿Dónde están los límites entre el amor propio y el amor por los demás? ¿Alguna vez habéis sentido que os pedían demasiado?