Nunca llegué a decirle a mamá que estaba embarazada

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el mármol de la encimera.

Me quedé helada, con las manos temblorosas sobre la taza de café. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si quisiera entrar y arrastrar con ella todos nuestros secretos. Mi hermano Sergio, sentado al otro lado de la mesa, evitaba mi mirada. En ese instante, supe que nada volvería a ser igual.

Todo empezó meses atrás, cuando papá murió tras una larga enfermedad. Vivíamos en un pueblo de Castilla-La Mancha donde todos se conocen y los rumores vuelan más rápido que el viento. Papá era el pilar de la familia, y su ausencia dejó un vacío imposible de llenar. Mamá se encerró en sí misma, y Sergio y yo intentamos sostenerla como pudimos, aunque cada uno lidiaba con el dolor a su manera.

Yo tenía veintiséis años y trabajaba en la farmacia del pueblo. Sergio, dos años menor, seguía estudiando en la universidad de Ciudad Real. Siempre fuimos muy distintos: él era el hijo brillante, el orgullo de papá; yo, la hija que nunca terminaba de encajar en las expectativas familiares.

Una tarde de abril, mientras recogía las medicinas para mamá, sentí un mareo extraño. No le di importancia hasta que los síntomas se repitieron. Fue entonces cuando compré un test de embarazo y lo confirmé: estaba esperando un hijo. El padre era David, un chico del pueblo con quien llevaba saliendo unos meses. No era nada serio, y él desapareció en cuanto le conté la noticia.

Quise decírselo a mamá mil veces, pero siempre encontraba una excusa para callar. Temía decepcionarla aún más después de todo lo que había pasado. Además, la tensión en casa era insoportable: Sergio apenas venía y cuando lo hacía discutía con mamá por cualquier cosa. El dinero empezaba a escasear y las facturas se acumulaban en la mesa del salón.

Una noche, escuché a mamá llorar en su habitación. Me acerqué y la encontré abrazando la foto de papá.

—No sé cómo vamos a salir adelante —susurró sin verme—. Ojalá tu padre estuviera aquí.

Me senté a su lado y le acaricié el pelo. Quise decirle que no estaba sola, que pronto tendría un nieto al que amar… pero las palabras se me atragantaron.

El tiempo pasó y mi barriga comenzó a notarse. Empecé a usar ropa más ancha y a evitar las reuniones familiares. Solo mi amiga Marta sabía la verdad y me ayudaba como podía.

Un domingo de junio, mamá nos reunió a Sergio y a mí en la cocina. Tenía los ojos hinchados pero la voz firme:

—He decidido repartir mis ahorros entre los dos. No es mucho, pero quiero que cada uno tenga lo suficiente para empezar de nuevo si lo necesita.

Sergio frunció el ceño:

—¿Por qué ahora? ¿No sería mejor esperar?

Mamá negó con la cabeza:

—No quiero dejar nada sin resolver. La vida es corta y no sabemos qué puede pasar mañana.

Sentí una punzada en el pecho. Quise gritarle que yo sí necesitaba ese dinero, que estaba sola y asustada… pero me limité a asentir en silencio.

Esa noche discutí con Sergio en el pasillo.

—Tú siempre te quedas callada —me reprochó—. ¿No piensas decir nada? Mamá está destrozada y tú solo piensas en ti.

—No sabes nada de mí —le respondí entre lágrimas—. No tienes ni idea de lo que estoy pasando.

Él me miró con rabia y se marchó dando un portazo.

Los días siguientes fueron un infierno. Mamá notaba mi distancia pero no preguntaba; Sergio dejó de venir a casa. Yo me sentía cada vez más sola y asustada ante la idea de criar a mi hijo sin apoyo.

Un sábado por la mañana, mientras preparaba el desayuno, mamá entró en la cocina y me miró fijamente.

—Lucía… ¿hay algo que quieras contarme?

Me quedé paralizada. Sentí que era mi última oportunidad, pero el miedo pudo más.

—No, mamá —mentí—. Todo está bien.

Ella suspiró y salió sin decir nada más.

Semanas después, mientras recogía mis cosas para mudarme al piso pequeño que había alquilado en secreto, recibí una llamada del hospital: mamá había sufrido un infarto. Corrí como una loca hasta allí, pero llegué tarde. Nunca pude decirle que iba a ser abuela.

En el funeral, Sergio me abrazó por primera vez en meses. Lloramos juntos, sin palabras. Al día siguiente, abrimos juntos el sobre donde mamá había dejado instrucciones para repartir sus ahorros: mitad para él, mitad para mí… pero también una carta para cada uno.

La mía decía:

«Querida Lucía,
Sé que llevas un peso sobre los hombros y que muchas veces te has sentido sola. Solo quiero que recuerdes que te quiero tal como eres, aunque no siempre haya sabido demostrártelo. No tengas miedo de vivir tu vida ni de buscar tu felicidad. Siempre estaré contigo.
Con amor,
Mamá»

Leí esas palabras una y otra vez mientras acariciaba mi vientre ya abultado. Lloré como nunca antes lo había hecho.

Ahora, meses después y con mi hija en brazos, sigo preguntándome: ¿Por qué nunca fui capaz de contarle la verdad? ¿Cuántas cosas dejamos sin decir por miedo al rechazo o al dolor? ¿Y si hubiera confiado más en ella… habría cambiado algo?

¿Vosotros habéis callado alguna vez algo importante por miedo? ¿Creéis que es mejor guardar silencio o arriesgarse a hablar? Me gustaría leer vuestras historias.