Nunca quise ser padre. Lo hice por ti – Historia de mi matrimonio con Lucía

—Lucía, tenemos que hablar —dije, con la voz temblorosa, mientras el aroma del café recién hecho llenaba la cocina. Ella levantó la vista del periódico, sus ojos marrones buscando los míos, y supe que no había marcha atrás.

—¿Qué pasa, Mateo? —preguntó, dejando el periódico a un lado. El reloj marcaba las nueve y media de la mañana, y el sol de Madrid entraba a raudales por la ventana. Nuestros hijos, Paula y Sergio, aún dormían tras una noche de viernes con amigos. Era el momento perfecto para la verdad, o eso pensé.

Respiré hondo. —Nunca quise tener hijos. Lo hice por ti.

El silencio que siguió fue tan denso que sentí que podía cortarse con un cuchillo. Lucía no dijo nada al principio. Sus labios temblaron apenas, y luego se levantó despacio, como si cada movimiento le costara un mundo.

—¿Cómo puedes decirme esto ahora? —susurró, la voz quebrada—. ¿Después de veinte años?

No supe qué responder. Me sentí desnudo, vulnerable, como si acabara de abrir una herida que llevaba demasiado tiempo tapando con vendas improvisadas. Recordé el día en que Paula nació, cómo Lucía lloraba de felicidad mientras yo sonreía para las fotos familiares. Nadie supo nunca que yo lloré esa noche, solo en el baño del hospital.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —insistió ella, con lágrimas en los ojos.

—Porque te quería —dije—. Porque pensé que podría aprender a desearlo. Porque tú lo merecías todo.

Lucía se sentó frente a mí, la cabeza entre las manos. El reloj seguía avanzando, implacable. Pensé en todas las veces que me quedé trabajando hasta tarde para evitar los deberes escolares, los partidos de fútbol de Sergio a los que fui solo por compromiso, las reuniones de padres en el colegio donde fingía interés. ¿Era eso amor? ¿O solo cobardía?

—¿Y nuestros hijos? ¿Qué significa esto para ellos? —preguntó Lucía, con la voz rota.

No supe qué decirle. Paula tenía diecinueve años y estaba a punto de irse a estudiar a Salamanca; Sergio acababa de cumplir dieciséis y soñaba con ser músico. Los quería, claro que sí, pero siempre sentí que algo me faltaba: esa chispa que veía en otros padres del parque o en los cumpleaños infantiles.

Recordé una tarde en el Retiro, cuando Paula tenía cinco años y me pidió que le enseñara a montar en bici. Yo estaba cansado del trabajo y solo quería sentarme en un banco a leer el Marca. Pero ella insistió tanto que cedí. Al final, cuando consiguió pedalear sola, me abrazó tan fuerte que casi me caigo. En ese momento sentí una punzada de culpa y ternura mezcladas.

Lucía rompió el silencio:

—¿Te arrepientes de nuestra vida?

Negué con la cabeza. —No me arrepiento de ti. Ni siquiera de ellos. Solo… nunca sentí ese deseo profundo de ser padre. Lo hice porque tú lo soñabas desde niña, porque tu familia siempre hablaba de nietos y domingos en casa de tus padres.

Ella suspiró largo y tendido. —¿Y ahora qué hacemos?

No tenía respuesta. El peso de mi confesión flotaba entre nosotros como una nube negra. Pensé en mis suegros, en las comidas familiares donde todos hablaban de los niños como si fueran el centro del universo. Yo siempre me sentí un actor secundario en esa obra.

Esa tarde, Lucía no me dirigió la palabra. Paula bajó a desayunar y notó la tensión al instante.

—¿Ha pasado algo? —preguntó.

Lucía fingió una sonrisa y le dijo que todo estaba bien. Pero yo vi el dolor en sus ojos.

Durante los días siguientes, la casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas. Sergio se encerraba en su habitación con la guitarra; Paula salía más de lo habitual. Lucía evitaba estar a solas conmigo.

Una noche, después de cenar, Paula me abordó en la cocina:

—Papá, ¿tú eres feliz?

La pregunta me desarmó. La miré y vi en sus ojos la misma inseguridad que yo sentía.

—A veces sí —admití—. A veces no sé ni lo que siento.

Ella asintió despacio y me abrazó sin decir nada más.

Pasaron semanas antes de que Lucía y yo volviéramos a hablar del tema. Una tarde lluviosa de noviembre, mientras recogíamos hojas secas del patio, ella rompió el hielo:

—He pensado mucho en lo que dijiste. No sé si podré perdonarte del todo… pero entiendo que lo hiciste por amor. Quizá yo también fui egoísta al no querer ver tus dudas.

Nos miramos largo rato bajo la lluvia fina. Por primera vez en años sentí que nos veíamos realmente: dos personas llenas de miedos e inseguridades, intentando construir algo juntos.

El tiempo fue suavizando las heridas, aunque nunca desaparecieron del todo. Paula se marchó a Salamanca; Sergio empezó a tocar en un grupo local y llenó la casa de música y amigos nuevos. Lucía y yo aprendimos a convivir con la verdad entre nosotros: dolorosa pero liberadora.

A veces me pregunto si habría sido más feliz siguiendo mi instinto y no cediendo a la presión familiar o social. O si habría perdido la oportunidad de conocer a mis hijos tal como son: imperfectos pero maravillosos.

¿Es posible amar sin desear? ¿Cuántas vidas vivimos por otros antes de vivir la nuestra propia? ¿Vosotros también habéis callado alguna verdad por miedo a perder lo que amáis?