Perdoné a mi padre, pero perdí a mi madre: El abismo que nunca se cierra

—¿Cómo puedes siquiera mirarle a la cara después de todo lo que nos hizo?— La voz de mi madre, Carmen, retumbó en el pasillo como un trueno. Yo, con las llaves aún temblando en la mano, sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera que sentía que algo se rompía para siempre. Había pasado la tarde con mi padre, Antonio, después de veinte años de silencio. Había decidido perdonarle. No porque olvidara su traición —el abandono, las mentiras, la otra mujer— sino porque necesitaba respirar. Pero para mi madre, ese acto era una traición imperdonable.

Crecí en un piso pequeño de Vallecas, entre gritos y portazos. Recuerdo las noches en que Carmen lloraba en la cocina mientras yo me tapaba los oídos con la almohada. Antonio se fue cuando tenía ocho años. Se marchó una mañana cualquiera, dejando una nota en la mesa y el café frío. Nunca volví a ver su cepillo de dientes ni sus camisas colgadas en el armario. Mi madre se quedó sola, y yo aprendí a ser su confidente, su paño de lágrimas y, a veces, su excusa para seguir adelante.

Durante años odié a mi padre con la misma intensidad con la que intentaba proteger a mi madre del mundo. Pero el odio es un veneno lento. Cuando cumplí treinta, empecé a sentir el peso de ese rencor en los huesos. Fue entonces cuando recibí un mensaje inesperado: “¿Podemos hablar? Sé que no merezco tu perdón, pero me gustaría intentarlo”.

La primera vez que le vi después de tanto tiempo fue en una cafetería cerca de Atocha. Antonio parecía más pequeño, más frágil. Sus manos temblaban al sostener el café.

—No espero que me entiendas —me dijo—. Solo quiero pedirte perdón por no haber estado.

No lloré. No grité. Solo sentí una tristeza tan honda que me dejó sin palabras. Hablamos durante horas. Me contó cosas que nunca supe: cómo se sintió atrapado, cómo la relación con mi madre se volvió insostenible, cómo huyó porque no sabía ser padre ni marido.

Salí de allí con el corazón hecho trizas y una decisión: necesitaba dejar atrás el pasado para poder vivir el presente. Cuando se lo conté a Carmen, fue como si le arrancara el alma.

—¿Y qué pasa conmigo? —me gritó—. ¿Acaso yo no he sufrido suficiente? ¿Ahora resulta que él es la víctima?

Intenté explicarle que no se trataba de elegir entre uno u otro, sino de salvarme a mí misma. Pero ella no podía entenderlo. Durante semanas apenas me hablaba. Las comidas familiares se volvieron silencios incómodos y miradas frías. Mi abuela Pilar intentó mediar:

—Hija, tu madre tiene miedo de quedarse sola. Siempre ha vivido por ti.

Pero yo también tenía miedo: miedo de perderla a ella por intentar recuperar a mi padre.

Una tarde de domingo, mientras llovía sobre Madrid, Carmen me esperó en el salón con una caja de fotos sobre la mesa.

—Mira esto —dijo, mostrándome una foto antigua donde los tres sonreíamos en la playa de Benidorm—. ¿Ves lo feliz que éramos? ¿Por qué quieres destruir eso?

No supe qué responderle. Porque la verdad era que esa felicidad era solo un instante congelado; detrás había años de reproches y silencios.

Poco a poco, mi relación con Carmen se fue enfriando hasta convertirse en una rutina distante: mensajes cortos, llamadas esporádicas, cumpleaños llenos de tensión. Mi padre y yo empezamos a vernos más a menudo; incluso conocí a su nueva familia. Descubrí que tenía una hermana pequeña, Lucía, de apenas diez años.

Un día, Carmen me llamó llorando:

—No puedo soportarlo más —sollozó—. Siento que me has abandonado igual que él.

Me dolió escucharla así. Intenté explicarle que nadie podía ocupar su lugar en mi vida, pero ella ya no quería escucharme.

El tiempo pasó y la distancia entre nosotras creció como una grieta imposible de cerrar. En Navidad, decidí pasar la Nochebuena con Antonio y su familia. Carmen no me lo perdonó jamás.

A veces me pregunto si hice bien. Si el precio del perdón era perder a mi madre para siempre. Si hay heridas que nunca cicatrizan del todo.

Hoy vivo sola en un piso pequeño en Lavapiés. A veces sueño con aquellos veranos en Benidorm, cuando aún creía que la familia era un refugio seguro y eterno.

¿Vale la pena buscar la paz si eso significa perder a quienes amas? ¿O hay decisiones que nos condenan a vivir entre dos mundos para siempre? ¿Qué haríais vosotros?