¿Por qué la abuela ya no viene? El silencio de Carmen

—¿Mamá, cuándo viene la abuela Carmen? —pregunta Lucía, mi hija pequeña, con los ojos grandes y llenos de esperanza, mientras juega con las piezas del dominó en la mesa del salón.

No sé qué responderle. Miro a mi marido, Álvaro, esperando que él diga algo, pero solo baja la mirada y se encoge de hombros. El silencio pesa en la habitación como una manta húmeda. Hace seis meses que Carmen, mi suegra, no cruza la puerta de nuestra casa en Alcalá de Henares. Antes venía cada semana, traía rosquillas caseras y abrazaba a los niños como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente. Ahora, ni una llamada, ni un mensaje. Nada.

Recuerdo la última vez que estuvo aquí. Era el cumpleaños de Daniel, nuestro hijo mayor. Carmen llegó con una tarta de chocolate y una sonrisa forzada. Noté que evitaba mirarme a los ojos. Durante la comida, apenas habló. Cuando se fue, me dio dos besos en la mejilla y susurró: “Cuida de los niños”. Desde entonces, silencio absoluto.

Las primeras semanas pensé que estaría ocupada o enferma. Llamé varias veces, pero siempre saltaba el contestador. Le mandé mensajes por WhatsApp: “¿Estás bien?”, “Los niños te echan de menos”, “¿Quieres que te llevemos algo?”. Nunca respondió. Álvaro intentó hablar con su hermana Marta, pero ella solo dijo: “Mamá está rara, no quiere ver a nadie”.

La ausencia de Carmen se ha convertido en una sombra en nuestra casa. Los niños preguntan por ella casi a diario. Daniel se enfada y dice que la abuela ya no le quiere. Lucía llora por las noches y me pide que le cuente historias de cuando la abuela la llevaba al parque. Yo intento ser fuerte, pero cada vez que veo su tristeza siento que me rompo un poco más por dentro.

A veces me pregunto si he hecho algo mal. Repaso mentalmente cada conversación, cada gesto, buscando una pista. ¿Fue aquella discusión sobre la educación de los niños? ¿O cuando le dije que prefería que no les diera tanto azúcar? ¿Quizá se sintió desplazada cuando decidimos irnos de vacaciones solos este verano? No lo sé. Nadie lo sabe.

Una tarde de domingo, mientras preparo la merienda, escucho a Álvaro hablando por teléfono en el pasillo:

—Mamá, por favor… Los niños te necesitan…

Se hace un silencio largo.

—No entiendo nada —dice él con voz temblorosa—. ¿Por qué no quieres venir?

Cuelga y entra en la cocina con los ojos rojos.

—Dice que necesita tiempo —me dice en voz baja—. Que no está bien.

No sé si sentir alivio o más angustia. ¿Tiempo para qué? ¿Qué ha pasado realmente?

Los días pasan y la situación se vuelve insostenible. En el colegio me preguntan si todo va bien en casa porque Lucía está más callada y Daniel se pelea con sus amigos. Mi madre me llama preocupada porque me nota triste. Yo sonrío y digo que todo está bien, pero por dentro siento un vacío enorme.

Una noche, después de acostar a los niños, Álvaro y yo discutimos. Él dice que estoy obsesionada con el tema de su madre, que debería dejarlo estar. Yo le grito que no puedo soportar ver a los niños sufrir así, que necesitamos respuestas.

—¡No es culpa mía! —grita él—. ¡Tampoco sé qué le pasa!

Nos quedamos en silencio, cada uno en una esquina del sofá, sintiendo la distancia crecer entre nosotros.

Un sábado por la mañana decido ir a buscar a Carmen a su casa en Torrejón. Llamo al timbre varias veces hasta que finalmente abre la puerta. Está más delgada y tiene ojeras profundas.

—Hola, Carmen —digo intentando sonreír—. ¿Podemos hablar?

Ella me mira con desconfianza y duda unos segundos antes de dejarme pasar.

Nos sentamos en el salón, rodeadas de fotos familiares llenas de sonrisas congeladas en el tiempo.

—¿Por qué ya no vienes? —pregunto al fin—. Los niños te echan mucho de menos… Yo también.

Carmen suspira y se cubre la cara con las manos.

—No puedo… No puedo verlos ahora —dice entre sollozos—. Me siento vacía desde que murió mi hermana… Nadie lo entiende…

Me quedo helada. No sabía nada. Nadie nos había contado nada.

—Carmen… lo siento mucho… ¿Por qué no nos lo dijiste?

Ella niega con la cabeza.

—No quería preocuparos… No quería ser una carga…

Me acerco y le cojo las manos.

—No eres una carga para nadie. Te necesitamos cerca… Los niños te necesitan…

Lloramos juntas durante un rato largo. Por primera vez en meses siento que algo se desbloquea dentro de mí.

Esa tarde Carmen vuelve a casa con nosotros. Los niños corren a abrazarla y ella sonríe entre lágrimas.

Desde entonces las cosas no han vuelto a ser como antes, pero poco a poco vamos reconstruyendo los puentes rotos por el dolor y el silencio.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto hablar cuando más lo necesitamos? ¿Cuántas familias sufren en silencio porque nadie se atreve a pedir ayuda?