Todo por ella: el sacrificio de una hija
—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —susurré, apretando los dientes mientras le cambiaba la sonda a mi madre. El olor a desinfectante y medicamentos impregnaba cada rincón del piso de Vallecas, y el reloj marcaba las tres de la madrugada. Mi madre, Dolores, apenas podía hablar ya, pero sus ojos me buscaban con una mezcla de miedo y dependencia que me partía el alma.
—Marina, hija, ¿me traes un poco de agua? —balbuceó con voz ronca.
—Claro, mamá —respondí, aunque mis piernas temblaban del cansancio. Llevaba semanas durmiendo a ratos, entre pastillas y visitas de la enfermera del centro de salud. Mi hermano, Sergio, no aparecía desde hacía meses. Siempre tenía una excusa: el trabajo en Barcelona, los niños, la hipoteca. Yo era la que había dejado mi puesto en la librería para cuidar de mamá. Yo era la que había renunciado a salir con amigas, a tener pareja, a soñar con otra vida.
A veces me preguntaba si todo esto tenía sentido. Si el amor de una hija debía ser tan absoluto como para anularse a sí misma. Pero entonces mi madre me miraba con esos ojos grandes y asustados y yo no podía hacer otra cosa que seguir adelante.
La noche en que murió fue silenciosa y fría. Sostuve su mano hasta el final. Cuando exhaló su último suspiro, sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre. Lloré en silencio, sin fuerzas ni para gritar. Al día siguiente llamé a Sergio.
—Mamá ha muerto —le dije sin rodeos.
—Vaya… Lo siento mucho, Marina. ¿Cuándo es el entierro? —preguntó con voz distante.
—Mañana a las once en el cementerio del barrio.
—Haré lo posible por llegar —respondió antes de colgar.
El funeral fue breve. Sergio llegó tarde y se marchó antes de que terminara la misa. Apenas me miró a los ojos. Yo me quedé sola junto a la tumba, sintiendo que ni siquiera el dolor era compartido.
Pasaron los días y llegó el momento de abrir el testamento. El notario nos recibió en su despacho del centro de Madrid. Yo iba con el corazón encogido pero también con una extraña esperanza: después de todo lo que había hecho por mamá, quizá ella habría querido dejarme algo más que recuerdos amargos.
El notario leyó en voz alta:
—Doña Dolores García deja todos sus bienes, incluida la vivienda familiar y las cuentas bancarias, a su hijo Sergio García.
Sentí un golpe seco en el pecho. Miré a Sergio, que bajó la mirada incómodo. No podía creerlo. ¿Todo para él? ¿Después de años sin aparecer? ¿Después de haber sido yo quien renunció a todo?
—¿Esto es una broma? —pregunté con voz temblorosa.
El notario negó con la cabeza.
—Su madre firmó este testamento hace tres años.
Salí del despacho tambaleándome. Sergio intentó decir algo, pero le aparté con la mano.
—No tienes derecho —le escupí entre lágrimas—. No estuviste aquí cuando más te necesitábamos.
Él se encogió de hombros.
—No es culpa mía si mamá decidió esto. Yo tampoco lo pedí.
Me marché sola por las calles del centro, sintiendo que la ciudad entera se me venía encima. ¿Por qué mi madre había hecho esto? ¿Por qué premiar al ausente y castigar al que se quedó?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Sergio me pidió las llaves del piso y tuve que buscarme una habitación en un piso compartido en Lavapiés. Cada noche lloraba en silencio, recordando los años perdidos, las risas apagadas, los sueños enterrados bajo el peso del deber.
Mis amigas intentaron animarme:
—Marina, tienes que rehacer tu vida. Ahora eres libre —me decía Lucía mientras tomábamos café en una terraza.
Pero yo no sentía libertad, solo vacío y rabia. Empecé a trabajar en una tienda de ropa para pagar el alquiler, pero cada vez que veía a una madre y su hija entrar juntas, sentía una punzada en el pecho.
Un día recibí un mensaje de Sergio:
«He vendido el piso. Si quieres recoger algo de mamá, tienes hasta el viernes.»
Volví al viejo piso por última vez. Todo estaba igual y al mismo tiempo distinto: las fotos familiares seguían en la pared, pero la casa olía a abandono. Recogí algunos libros y un pañuelo de mi madre. Me senté en su sillón favorito y lloré como no lo había hecho nunca.
¿Por qué el amor duele tanto? ¿Por qué sacrificarse por alguien puede dejarte tan vacía? ¿De verdad el amor familiar debe ser siempre incondicional?
A veces pienso que mi madre nunca supo cuánto dolía renunciar a uno mismo por otro. O quizá sí lo sabía y por eso eligió castigarme con su olvido final.
Ahora camino por Madrid buscando respuestas que nadie parece tener. ¿Vale la pena darlo todo por alguien si al final te quedas sin nada? ¿O es precisamente ese sacrificio lo que nos define como personas?
¿Y vosotros? ¿Creéis que el amor familiar debe ser siempre incondicional? ¿O hay un límite para el sacrificio?