A los 42, conocí a un hombre intrigante: la tarta, el té y el precio de la soledad
—¿Por qué te empeñas en buscar pareja a esta edad, Lucía? —me preguntó mi hermana Mariana mientras revolvía el café en la mesa de la cocina, con ese tono entre burla y preocupación que solo las hermanas mayores saben usar.
No respondí. Solo miré por la ventana, viendo cómo el sol de la tarde caía sobre las calles de Buenos Aires. Tenía 42 años y sentía que mi vida sentimental era un terreno baldío. Mis amigas decían que era momento de resignarse, pero yo no quería. No todavía.
Fue entonces cuando conocí a Julián. Lo conocí en la fila de la panadería, un sábado lluvioso. Él llevaba un paraguas roto y una sonrisa tímida. Me preguntó si el rogel era tan bueno como decían. Yo le respondí que sí, pero que nada superaba la tarta de frutos rojos. Nos reímos. Me invitó un café ahí mismo. Hablamos de libros, de política, de lo difícil que es confiar después de los 40.
Esa noche, mientras me desmaquillaba frente al espejo, sentí una chispa de esperanza. Julián era diferente: atento, culto, con ese aire melancólico que me recordaba a los personajes de las novelas de Cortázar. Me invitó a su departamento para la siguiente semana. Quise hacer algo especial.
El sábado siguiente, recorrí media ciudad para comprar la mejor tarta de frutos rojos. Era cara, pero valía la pena. Me puse mi vestido azul favorito y llegué puntual. Julián abrió la puerta con una sonrisa distraída.
—¡Qué bueno que viniste! —dijo, sin mirarme mucho a los ojos.
Entré y noté el desorden: libros apilados en el suelo, una planta marchita en la ventana, olor a humedad. Me ofreció sentarme en el sillón mientras él ponía agua para el té.
—¿Te gusta el té negro o prefieres verde? —preguntó desde la cocina.
—Negro está bien —respondí, intentando sonar relajada.
Vi cómo sacaba una sola bolsita de té y la sumergía en dos tazas. Luego guardó la tarta en la heladera sin abrirla siquiera.
—¿No quieres probarla ahora? —pregunté, fingiendo una sonrisa.
—Mejor después —dijo él, encogiéndose de hombros—. No suelo comer cosas dulces tan temprano.
La conversación se volvió incómoda. Hablaba mucho de sí mismo: su ex esposa, su trabajo como editor, sus problemas con el dinero. Yo asentía, sintiéndome cada vez más invisible. Intenté contarle sobre mi trabajo en la escuela pública, sobre mi hijo adolescente que vive con su papá en Córdoba, pero Julián parecía no escuchar realmente.
De repente, su celular vibró. Lo miró y frunció el ceño.
—Disculpame un segundo —dijo y se fue al balcón a hablar en voz baja.
Me quedé sola en el living, mirando la taza de té aguado y pensando en lo absurdo de la situación. Había gastado una fortuna en esa tarta para compartir un momento especial y ni siquiera la habíamos probado. Sentí una punzada de humillación mezclada con tristeza.
Cuando volvió, parecía apurado.
—Perdón, Lucía. Tengo que salir un rato por un tema urgente del trabajo… ¿Te molesta si dejamos esto para otro día?
Me quedé helada. Tomé mi bolso y salí casi sin despedirme. Caminé bajo la llovizna hasta la parada del colectivo, sintiendo que cada gota era una burla del destino.
Esa noche llamé a Mariana.
—¿Y? ¿Cómo te fue con el editor misterioso? —preguntó ella.
—No sé si reírme o llorar —le dije—. Creo que me usó como excusa para no estar solo un sábado a la tarde… o quizás fui yo quien se usó a sí misma para no sentirme sola.
Mariana suspiró al otro lado del teléfono.
—No te merecés eso, Lu. No tenés que conformarte con migajas solo por miedo a quedarte sola.
Colgué sintiéndome vacía pero también aliviada. Esa noche lloré por todo lo que había perdido: el tiempo, las ilusiones, la dignidad herida. Pero también lloré por lo que todavía podía recuperar: mi amor propio.
Al día siguiente fui a buscar la tarta a casa de Julián. Toqué el timbre decidida. Me abrió con cara de sorpresa.
—Vengo por mi tarta —dije sin rodeos.
Él balbuceó algo sobre haber estado ocupado y me devolvió la caja intacta.
Caminé hasta el parque y me senté sola en un banco. Abrí la caja y comí un pedazo mirando cómo jugaban los niños bajo los árboles. Por primera vez en mucho tiempo sentí que estaba bien estar sola conmigo misma.
¿Vale la pena seguir apostando al amor después de los 40? ¿O es mejor aprender a disfrutar nuestra propia compañía antes de invitar a alguien más a nuestra mesa? ¿Ustedes qué piensan?