A los 50, dejo a mi esposa, no por una joven, sino por el amor que nunca murió
—¿Así que esto es todo? —me preguntó Lucía con la voz quebrada, sus ojos hinchados de tanto llorar—. ¿Después de treinta años juntos, te vas? ¿Por ella?
No supe qué responderle. El silencio en la sala era tan denso que podía sentirlo aplastándome el pecho. Mis hijos, Camila y Tomás, estaban en sus habitaciones, seguramente escuchando cada palabra. La casa olía a café frío y a tristeza. Yo tenía las manos temblorosas y el corazón hecho un nudo.
Nunca imaginé que llegaría este día. Cumplí cincuenta años hace apenas dos semanas. En la fiesta, Lucía me abrazó fuerte y mis hijos me cantaron las mañanitas desafinados. Pero yo sentía un vacío, una ausencia que no podía ignorar más. Esa noche, después de que todos se fueron, me senté en la terraza y miré las luces de la ciudad de Medellín titilando a lo lejos. Pensé en ella: Mariana.
Mariana fue mi primer amor. Nos conocimos en la universidad, en una protesta estudiantil contra el alza del transporte público. Ella llevaba una camiseta del Che Guevara y gritaba con una pasión que me desarmó. Nos enamoramos rápido y fuerte, como solo se puede amar a los veinte años. Pero la vida nos separó: yo tenía que ayudar a mi familia en el negocio de la panadería y ella se fue a Buenos Aires a estudiar literatura.
Nunca dejamos de escribirnos cartas. A veces, cuando Lucía dormía, yo sacaba la caja donde guardaba esas cartas amarillentas y leía sus palabras: “Te extraño como se extraña el sol en los días de lluvia”. Pero siempre pensé que era solo nostalgia, un recuerdo bonito para los días grises.
Hasta que hace seis meses Mariana volvió a Colombia. Me escribió un mensaje por Facebook: “Estoy en Medellín. ¿Te gustaría tomar un café?”. Dudé mucho antes de responderle. Pero fui. Y cuando la vi entrar al café del Poblado, sentí que el tiempo no había pasado. Su cabello tenía algunas canas y sus ojos estaban más cansados, pero su sonrisa era la misma.
—¿Y tu vida? —me preguntó mientras revolvía su café—. ¿Eres feliz?
No supe qué decirle. Hablamos durante horas. Me contó de sus viajes, de su divorcio, de los libros que había publicado. Yo le hablé de Lucía, de mis hijos, del negocio familiar que ahora estaba en crisis porque los supermercados nos estaban comiendo vivos.
Después de ese encuentro, no pude dejar de pensar en ella. Nos vimos varias veces más. No pasó nada físico entre nosotros, pero cada conversación era como una herida abierta. Me di cuenta de que nunca dejé de amarla.
Una noche llegué tarde a casa y Lucía me esperaba en la sala.
—¿Dónde estabas? —me preguntó sin rodeos.
Mentí. Le dije que estaba con un proveedor del pan. Pero ella me miró con esos ojos que todo lo ven y supe que sospechaba algo.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Empecé a evitar a Lucía, a mis hijos. Me sentía un impostor en mi propia casa. Mariana me llamaba y yo salía corriendo como un adolescente.
Hasta que hoy explotó todo.
—¿Vas a dejarlo todo por una fantasía? —gritó Lucía—. ¿Por una mujer que ni siquiera conoces ya?
—No es una fantasía —le respondí con voz temblorosa—. Es algo que nunca se fue.
Camila entró en ese momento, con los ojos llenos de rabia.
—¿Y nosotros qué? ¿No te importamos?
Sentí que me partía en dos. Tomás bajó las escaleras y me miró como si fuera un extraño.
—Papá, ¿por qué ahora? ¿Por qué justo cuando más te necesitamos?
No tenía respuestas para ellos. Solo lágrimas y culpa.
Salí de la casa esa noche con una maleta pequeña y el corazón destrozado. Caminé por las calles húmedas de Medellín sin rumbo fijo. Pensé en mi padre, que siempre decía: “Uno tiene que cargar con sus decisiones hasta el final”.
Me encontré con Mariana en el parque de los Pies Descalzos. Nos sentamos en silencio bajo la lluvia fina.
—¿Estás seguro? —me preguntó ella—. No quiero ser la razón por la que pierdas a tu familia.
—No eres tú —le dije—. Es algo que tenía que hacer hace mucho tiempo.
Nos abrazamos y lloramos juntos, como si estuviéramos despidiéndonos del pasado y dándole la bienvenida a un futuro incierto.
Ahora estoy solo en un pequeño apartamento alquilado, rodeado de cajas y recuerdos rotos. Mis hijos no me hablan y Lucía me odia. A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si simplemente fui un cobarde incapaz de enfrentar la rutina.
Pero cuando cierro los ojos y pienso en Mariana, siento una paz extraña, como si finalmente estuviera siendo honesto conmigo mismo.
¿Vale la pena perderlo todo por un amor verdadero? ¿O el precio es demasiado alto para pagarlo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?