Años de Mentiras: El Secreto de las Noches de Empresa de Álvaro
—¿Por qué nunca puedo ir contigo a esas cenas, Álvaro? —le pregunté una vez más, con la voz temblorosa, mientras él se ajustaba la corbata frente al espejo del recibidor.
Me miró de reojo, como si la pregunta le molestara, y suspiró. —Ya te lo he dicho, Lucía. Es política de empresa. No dejan llevar acompañantes. No insistas, por favor.
Durante años acepté esa respuesta. Me convencí de que era normal, que en su empresa eran así de estrictos, que no tenía sentido darle más vueltas. Pero cada vez que veía a Álvaro salir por la puerta, tan elegante y perfumado, sentía una punzada en el pecho. ¿Por qué nunca podía compartir esa parte de su vida? ¿Por qué siempre volvía tarde, oliendo a colonia y a vino caro, con una sonrisa extraña en los labios?
Mi madre solía decirme que el amor es confianza. Yo confiaba en Álvaro porque era lo que se esperaba de mí. Porque llevábamos quince años juntos, porque teníamos dos hijos y una hipoteca en Chamberí, porque él era el hombre tranquilo y responsable que todos admiraban. Pero algo dentro de mí empezó a resquebrajarse.
La gota que colmó el vaso llegó una noche de abril. Estaba viendo la televisión cuando recibí un mensaje de mi cuñada, Marta: «¿Vas a ir esta noche a la fiesta de la empresa? He visto que muchas parejas van a estar allí». Me quedé helada. ¿Parejas? ¿Fiesta? ¿Cómo podía ser?
Llamé a Marta con el corazón en un puño. —¿Qué fiesta dices? Álvaro siempre me ha dicho que no dejan llevar acompañantes.
Marta soltó una carcajada incrédula. —¿Pero qué dices, Lucía? Si el año pasado fui yo con Pedro y estaba lleno de parejas. Es la fiesta anual, la más importante. ¿No te ha invitado nunca?
Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Colgué sin despedirme y me quedé mirando el móvil como si fuera un objeto extraño. Todo era mentira. Años de excusas, de silencios incómodos, de miradas esquivas…
Esa noche no dormí. Cuando Álvaro volvió, fingí estar dormida, pero mi mente era un torbellino. Al día siguiente, mientras los niños desayunaban cereales y discutían por el mando de la tele, le enfrenté en la cocina.
—¿Por qué me has mentido todos estos años? —le dije en voz baja, para que los niños no escucharan.
Él se quedó pálido, como si le hubieran dado una bofetada. —¿De qué hablas?
—De las fiestas de tu empresa. De Marta y Pedro. De todas las parejas que sí han ido menos yo.
No dijo nada durante un largo minuto. Luego bajó la mirada y murmuró: —No quería que te sintieras incómoda.
—¿Incómoda? ¿O no querías que viera algo que no debía ver?
El silencio fue la respuesta más cruel.
Durante días vivimos como fantasmas en casa. Yo iba al trabajo con ojeras y el estómago encogido; él salía temprano y volvía tarde, evitando mi mirada. Los niños notaban la tensión y preguntaban por qué papá y mamá ya no reían juntos.
Un sábado por la mañana, decidí buscar respuestas. Revisé su correo electrónico mientras él estaba en el supermercado. Encontré fotos: Álvaro bailando con una compañera rubia, brindando con copas de champán, abrazando a gente que yo no conocía. En todas las imágenes parecía feliz, despreocupado, como si llevara una vida paralela lejos de mí.
Cuando volvió a casa, le mostré las fotos sin decir palabra. Él se sentó en silencio frente a mí, derrotado.
—No te he sido infiel —dijo al fin—. Pero necesitaba sentirme libre, aunque fuera solo una noche al año. No quería mezclarte con ese mundo porque… porque no soy el hombre perfecto que crees.
Lloré como no había llorado nunca. No por las fiestas ni por las fotos, sino por todos los años en los que me había sentido invisible para él.
Mis amigas me decían que lo dejara, que nadie merece vivir así. Mi madre me abrazó y me susurró: «El perdón es difícil, pero también lo es vivir con la duda».
Álvaro intentó arreglarlo: me invitó a la siguiente fiesta, me compró flores, me escribió cartas pidiéndome perdón. Pero algo se había roto entre nosotros. La confianza es como un jarrón: puedes pegarlo, pero siempre quedan las grietas.
Hoy escribo esto desde nuestro piso vacío; los niños están con él este fin de semana. A veces me pregunto si fui demasiado dura o si debí haber sospechado antes. Otras veces siento alivio por haber descubierto la verdad antes de perderme del todo.
¿Es posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces? ¿O hay heridas que nunca dejan de sangrar?