Carta a la amante de mi marido — Cinco años después: Ahora solo eres un mal recuerdo

—¿Por qué sigues llamando a esa mujer «la otra»? —me preguntó mi madre una tarde de lluvia, mientras el aroma del café recién hecho llenaba la cocina. Yo no respondí. Solo apreté la taza entre las manos, como si pudiera exprimir el calor y hacerlo llegar hasta el rincón más frío de mi pecho. Cinco años han pasado desde que encontré aquellos mensajes en el móvil de Luis, mi marido. Cinco años desde que mi mundo, ese que creía sólido y eterno, se resquebrajó con un simple “te echo de menos” escrito por una mano ajena.

No puedo llamarte por tu nombre. Ni siquiera ahora, cuando ya eres solo un mal recuerdo, una sombra que a veces se cuela en mis sueños y me despierta con el corazón acelerado. Eres la mujer que intentó robarme a Luis, el padre de mis hijos, el hombre con el que compartí veinte años de vida. Y aunque él fue débil, aunque él también me traicionó, esta carta es para ti. Porque tú elegiste entrar en mi casa como un fantasma, susurrando promesas en la oscuridad, creyendo que podías ocupar mi lugar.

Recuerdo la primera vez que te vi. Fue en la fiesta de fin de curso del colegio de nuestros hijos. Tú estabas allí, con tu sonrisa perfecta y tu vestido rojo, hablando con las otras madres como si fueras una más. Yo te observaba desde lejos, sin saber aún que eras tú, la mujer de los mensajes, la voz al otro lado del teléfono cuando Luis decía que tenía reuniones tarde en la oficina. Qué ironía: mientras yo preparaba bocadillos para los niños y planchaba camisas para mi marido, tú tejías tu red de mentiras y medias verdades.

—¿Por qué no me di cuenta antes? —me pregunté mil veces. ¿Acaso fui ciega? ¿O simplemente confié demasiado? En España, nos enseñan desde pequeñas a ser fuertes, a aguantar por la familia, a perdonar por los hijos. Pero nadie te prepara para el dolor sordo de la traición, para esa sensación de vacío cuando descubres que tu vida era solo una fachada.

La noche en que enfrenté a Luis fue una de las más largas de mi vida. Los niños dormían en sus habitaciones y yo esperaba en el salón, con los mensajes impresos sobre la mesa. Cuando entró por la puerta y vio mi cara, supo que todo había terminado. No gritamos. No hubo insultos ni portazos. Solo lágrimas silenciosas y preguntas sin respuesta.

—¿La quieres? —le pregunté con voz temblorosa.

Él bajó la mirada. —No lo sé —susurró.

Esa fue la peor respuesta posible. Porque no era un sí ni un no; era la confirmación de que yo ya no era suficiente.

Durante meses viví en una niebla espesa. Mis amigas intentaban animarme: “Sal, conoce gente nueva”, decían. Pero yo solo quería entender cómo habíamos llegado hasta allí. ¿Qué viste en él? ¿Qué te hizo pensar que podías construir tu felicidad sobre las ruinas de otra familia?

En los pueblos pequeños como el nuestro, las noticias vuelan. Pronto todos supieron lo que había pasado. Las miradas en el supermercado, los susurros en la panadería… Me sentía juzgada por todos, como si la culpa fuera mía por no haber sabido retener a mi marido. Incluso mi suegra me llamó para decirme: “Hija, estas cosas pasan… pero hay que luchar por lo que es tuyo”. ¿Acaso Luis era un trofeo que debía defender?

Tú también sufriste las consecuencias. Lo sé porque vi cómo te miraban las otras madres en el colegio, cómo te evitaban en las reuniones del AMPA. Pero tú seguías adelante, altiva, como si nada pudiera tocarte. Quizá pensabas que habías ganado. Pero ahora, cinco años después, ¿qué te queda?

Luis volvió a casa después de unos meses. No porque yo lo perdonara enseguida, sino porque entendí que nuestra familia merecía una segunda oportunidad. No fue fácil. La desconfianza se instaló entre nosotros como un huésped indeseado. Cada vez que sonaba su móvil, sentía un nudo en el estómago. Cada vez que llegaba tarde del trabajo, revivía aquel dolor primitivo.

Pero luché. Luché por mis hijos, por mí misma y por ese amor que aún quedaba entre las ruinas. Fuimos a terapia de pareja —algo poco común aquí— y aprendimos a hablar sin miedo, a mirarnos sin rencor. Luis lloró muchas veces delante de mí; me pidió perdón hasta quedarse sin palabras. Y yo aprendí a perdonarme también: por no haber visto las señales, por haberme sentido menos durante tanto tiempo.

Hoy puedo decirte que ya no me haces daño. Eres solo un mal recuerdo, una lección amarga pero necesaria. Mi familia sigue adelante; mis hijos han crecido fuertes y felices. Luis y yo hemos reconstruido nuestra relación sobre bases nuevas: respeto, sinceridad y mucho esfuerzo.

A veces me pregunto si tú también has encontrado paz o si sigues buscando en otros brazos lo que nunca tuviste con él: amor verdadero y sincero. Porque al final, tú perdiste más que yo. Yo sigo aquí, rodeada de los míos; tú eres solo una sombra en nuestra historia.

¿Vale la pena destruir una familia por una pasión fugaz? ¿O es mejor aprender a amar lo que tenemos antes de buscar fuera lo que creemos haber perdido? Yo ya tengo mi respuesta… ¿Y tú?