Casarme con un hombre veinte años mayor: la lección que nunca esperé aprender
—¿De verdad crees que esto es amor, Lucía? —la voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras el olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión en el aire. Yo tenía dieciocho años y acababa de anunciar que iba a casarme con Fernando, un hombre de treinta y ocho, divorciado y padre de una niña casi de mi edad.
No supe qué responder. Me temblaban las manos. Miré a mi padre, esperando algún gesto de apoyo, pero solo encontré su silencio, ese silencio seco y cortante que siempre me había dolido más que cualquier grito.
Fernando era todo lo que yo creía necesitar. Me escuchaba, me hacía sentir especial. Cuando paseábamos por el Retiro, me hablaba de arte, de política, de la vida. Yo, recién salida del instituto en Alcalá de Henares, sentía que el mundo se abría ante mí gracias a él. Me prometió ayudarme a estudiar periodismo en Madrid, apoyarme en todo. Y yo, hambrienta de experiencias y cariño, me lancé sin mirar atrás.
La boda fue pequeña. Mi madre lloró durante toda la ceremonia, mi padre ni siquiera vino. Los amigos de Fernando me miraban como si fuera un capricho pasajero. Solo mi mejor amiga, Marta, se atrevió a abrazarme fuerte y susurrarme al oído: “Si alguna vez te arrepientes, aquí estaré”.
Al principio, todo fue fácil. Fernando me llevaba a restaurantes donde nunca habría entrado sola. Me regalaba libros y me animaba a escribir. Sus caricias eran suaves, sus palabras siempre sabias. Pero pronto empecé a notar las grietas.
—No entiendo por qué tienes que salir tanto con tus amigas —me dijo una noche mientras yo me preparaba para ir al cine con Marta—. ¿No prefieres quedarte conmigo? Podemos ver una película aquí.
—Fernando, solo es una vez a la semana…
—Ya no eres una niña, Lucía. Tienes responsabilidades ahora.
Me quedé helada. ¿Responsabilidades? ¿A los diecinueve años? Empecé a sentirme atrapada en una vida que no era la mía. Mientras mis amigas salían de fiesta por Malasaña o planeaban viajes a la playa, yo cocinaba cenas para su hija Irene y escuchaba historias sobre divorcios y facturas.
La diferencia de edad se hizo cada vez más evidente. Fernando quería tranquilidad; yo quería descubrir el mundo. Él soñaba con comprar una casa en Segovia para los fines de semana; yo soñaba con mochilear por Europa.
Las discusiones se volvieron rutina. Una noche, después de una pelea especialmente amarga sobre mi deseo de hacer un máster en Barcelona, Fernando me miró con una mezcla de cansancio y tristeza:
—No sé si alguna vez vas a estar satisfecha con lo que tienes.
—¿Y tú? ¿No ves que necesito algo más?
Su hija Irene empezó a tratarme con frialdad. “No eres mi madre”, me soltó un día en la cocina. Y tenía razón: no lo era, ni quería serlo tan pronto.
Mi familia tampoco ayudaba. Mi madre apenas me llamaba; cuando lo hacía, solo preguntaba si estaba bien y si Fernando me trataba bien. Mi padre seguía sin hablarme. Sentía que había traicionado a todos por perseguir un amor que cada vez se sentía más como una jaula.
Un día, después de una discusión especialmente dura sobre mis estudios y mis salidas nocturnas, Fernando me dijo:
—Lucía, tienes que decidir qué quieres ser: mi esposa o una adolescente eterna.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, mirada apagada, el brillo de la ilusión completamente borrado.
Fue Marta quien me rescató. Una tarde apareció en casa sin avisar y me llevó a tomar un café al centro.
—¿Te acuerdas de cuando decías que querías escribir un libro? —me preguntó—. ¿Cuándo fue la última vez que escribiste algo para ti?
No supe qué responderle. Había dejado de escribir porque Fernando decía que era una pérdida de tiempo si no me daba dinero.
Esa noche, volví a casa y saqué mi cuaderno del fondo del armario. Escribí durante horas: sobre mis miedos, mis sueños rotos, mi soledad. Al terminar, sentí algo parecido a la libertad.
Poco a poco empecé a recuperar mi voz. Volví a matricularme en la universidad y busqué trabajos de media jornada para pagarme los estudios. Fernando no lo entendió; discutimos más que nunca.
Una tarde, después de otra pelea sobre mi futuro, le dije:
—Fernando, te quise mucho, pero necesito vivir mi vida. No puedo seguir siendo solo tu esposa.
Él bajó la mirada y asintió en silencio. Nos separamos poco después.
Volver a casa fue duro; mis padres seguían distantes, pero poco a poco fui reconstruyendo mi relación con ellos. Marta nunca me soltó la mano.
Hoy tengo veintiséis años y acabo de publicar mi primer libro. A veces pienso en Fernando y en todo lo que aprendí junto a él: sobre el amor, la dependencia y el valor de escucharme a mí misma antes que a nadie.
¿Hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad por amor? ¿Cuántas veces confundimos protección con control? Me gustaría saber qué pensáis vosotros.